martes, junio 21

Flor que muere cada día




No ha llovido, lo adivino. No lo suficiente.
La calle se abre apenas porque amanece,
escupe las piedras, el flujo, conjura
los acantilados.
Las señales, ojos ciegos, siguen
vacíos
a los primeros que caminan al día.
La cicatriz olvidada que corre frente a la casa
palpita
con las horas más frescas.
Desde la almohada, lo adivino,
la resequedad amplifica cada golpe,
cada rabia que tose motorizada,
cada ninfa apurada que huye de la sequía
con los grandes ojos enmarcados de maquillaje,
la juventud fruncida en el gesto de la boca,
sacudiendo de los hombros el polvo de los sueños.
(Hay que pagar, hay que comer,
el niño necesita zapatos nuevos.
¿Qué coño hace su padre?
¿Qué coños hacen todos los padres?)
La respiración baila con la cortina
que se inflama con el fresco.
El mundo sería apenas mejor con un poco,
lo adivino,
de lluvia.
Nada florecería, es cierto,
pero la cicatriz se haría vena, casi vida,
casi un rostro herido y lavado y callado.
La calle frente a la ventana
en la que se hincha una cortina que respira por mí,
se abre para secarse hasta romperse,
hasta pudrirse a media tarde.
Las venas de la ciudad están hechas
de tal modo que mueran cada tarde
y brillen con tristeza, lo adivino, cuando amanece.

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