Habian pasado nueve años desde que lo vi por última vez, aunque en realidad era otro. El Caribe, en aquella ocasión. La arena era blanca, el agua azul, y el tiempo se extendía más allá de las necesidades. Nueve años hasta volver a verlo.
La impresión no fue pequeña. Debo confesar que no tenía ganas de ir, me provocaba recelo el calor, la humedad, las cantidades de arena a soportar, el viaje para llegar hasta él, hasta ella. El mar, la mar. Y de pronto, ahí estaba como ha estado quizá desde siempre, sus olas rompiendo hacia la orilla, la gente dejándose abatir por ellas, y no quise otra cosa que no fuera estar ahí, en el agua.
Primero con desconfianza. El ir y venir del agua por mis pies me causó vértigo, la imponencia de las olas a unos metros me causó una mezcla de asombro y recelo, miedo, sí, a ser engullido y no volver.
- Ven, vamos, vamos -decía ella, alentándome. Yo no quería, vi hacia la orilla mientras nos alejábamos. Allá estaba la seguridad, como ver el espectáculo desde tierra firme, pero no estábamos en la comodidad de la arena, sino en medio del agua.
Unos bañistas estaban donde el ímpetu de las olas era mayúsculo. ¿Dos metros? ¿Tres? ¿Cómo se miden las olas del mar? Si "el mar se mide por olas", las olas deberían medirse por ojos que las miran elevarse y batir hacia el frente con su fuerza acumulada por corrientes que no logro saber de donde vienen.
Me explicaron de la marea, del movimiento de rotación y la fuerza de gravedad de la luna. Pero nadie me preparó para la imponencia del océano con su azul levantándose ante mi mirada. ¡Cuánta admiración, miedo, inquietud, gozo acumulados! Si hubiese podido, lo abrazaba cuan ancho era, y me lo metía en el pecho para hacerme uno con él, con ella. El mar, la mar.
- Hasta aquí -dijo el salvavidas de la Marina.
- ¿Ya ves? El señor sabe -alcancé a decir antes de ver la más grande ola que hubiera observado con mis propios ojos alzándose por encima de nuestras cabezas.
- ¡Corre! -me gritó ella mientras tomaba mi mano y avanzaba entre el agua que nos llegaba hasta la cintura. Y sí, dimos unos pasos antes de sentir el dulce azote del agua salada que rápidamente nos cubrió hasta el pecho.
En ese momento no quise nada más. Seguía con ese cosquilleo propio de la curiosidad insatisfecha y la intensión de andar hasta la orilla, pero una nueva ola, en realidad, como el eco de la primera, nos acarició la espalda y volteé hacia atrás, hacia lamar, para ver la llegada de una nueva ola.
- ¡Mira esa, es de las grandes! -me atreví a decir como si supiera. Y nos reímos, ella de mí, yo de mí, ambos de mí.
La ola rompió mucho antes de alcanzarnos y pude ver el tropel de pegasos blancos agitando sus líquidas alas sobre la superficie, avanzando veloces hacia mi pecho.
- Cuando llegue, salta.
- ¿Para que no me lleve?
- Ajá -me contestó, con la sencillez de la que hace lujo ante las cosas que me impresionan. Y saltamos en el momento en que esa estampida de bellos animales de agua nos alcanzaron mientras yo sentía el arrastre del agua hacia la orilla.
Ahí aprendí una cosa más. Las olas que se acumulan en la orilla vuelven y te empujan hacia las que empiezan a nacer, juntándose en el momento indicado: dos corrientes, en direcciones opuestas, reventando gustosas, cumpliendo su propósito.
Lo descubrí cuando sentí que mi cuerpo era llevado hacia la mar, el mar; de pronto mi mano perdió la seguridad de su asidero y sentí como si mi cuerpo se moviera aunque mis pies no abandonaban el sostén de la arena que pisaban. El mundo daba vueltas en torno mío y yo estaba a merced de una ola que había terminado su vida y volvía hacia la fuente mientras una más se acercaba a mis espaldas para reventar en brazos de su hermana.
- Es bello -dije mientras el primer trago del mar, la mar, se metía en mi boca llenándome de su salinidad-. Es bella -hablé, bajo la superficie del agua que mecía mi cuerpo en múltiples espirales hacia los brazos de una nueva ola.
Era de las grandes. Lo leí en la mirada de ella que contemplaba junto al salvavidas de la Marina mi cuerpo convulsionarse en medio del agua. Lo imaginé cuando la playa se hizo pequeña y el cielo parecía al alcance de mis manos. Pero ni un músculo de mi cuerpo se movió buscando las nubes, ni mis pies reclamaron anclarse en la arena, sólo sentía al agua adentrarse en mi cuerpo como si hubiéramos nacido juntos.
Y ella clamando mientras era arrastrada hacia la orilla, sin yo entender porqué, sin ella entender que yo estaba feliz, siendo arrastrado por las olas, por su ir y venir sin más propósito que la belleza propia, el fin último, el mío, inundándome de él, de ella: el mar, la mar.
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Hace 9 horas.
3 comentarios:
Estimado Señor de los Raids, qué envidia. Mis mejores momentos de mi vida los he pasado en el Caribe mexicano y aun no he podido regresar. Pero su texto me llevó por unos momentos a la playa y sin intermediarios como suelen ser las agencias de viajes y demás folletines turísticos.
Un abrazo
No creí que escribieras esa clase de relatos... a mi me ocurre muy rara vez, pero más o menos lo entiendo. Ya veo que realmente disfrutaste, esto lo explica todo.
:) Saludos.
Pulidín: algún día, nos vamos todos al Caribe, en la Pulga, previo paso por el servicio mecánico. 22 horas de viaje con tal de ver la arenita blanca y se nos pegue entre los dedos de los pies. En ausencia de eso, nos iremos a Puerto Arista. Pronto. Un día de estos.
Caligatum: Fue una experiencia singular, que hizo saltar dentro de mí al niño, hasta desbocarse para chocar contra las olas. De verdad que sí :)
Abrazos a ambos!!!
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