La noche pasada conocí a un mago, a un dragón del interior y a un infante que pretendía tenderme una trampa.
Yo me había reunido con el mago, era un hombre viejo calado en ropas grises, él mismo parecía un sueño aparte.
El mago me pidió partir sin más demora, nos habíamos refugiado en una plazoleta de piedra tallada. Yo me decidí a seguirlo hacia un bosque.
Llegamos hasta el punto donde discurría un río. Se podían ver claramente las piedras bajo la corriente y me guió a un punto para vadearlo.
De alguna forma salieron al paso las dos figuras que esperábamos y que, no deseaba ver: el dragón interior y el infante malévolo, y atacaron
El dragón interior se abalanzó contra el mago y el infante engañoso me encaró a mí. Casi pude ver -o imaginé que lo hacía- ambas peleas.
Ví -o imaginé ver- al dragón interior sujetando con sus garras y elevar por los aires al mago mientras trababan pelea: garra contra espada
Yo estaba a la orilla del río, peleando con el infante engañoso, encontré un trozo metálico en la corriente y arremetí con el arma hacia él.
El infante y yo nos enlazamos en lucha, él peleaba desesperado, con los ojos muy abiertos y rugiendo. Yo pronto encontré su cuello.
El dragón intentaba detener al mago, que había empezado a decir algo que no escuchaba. Parecía que su lucha era inútil y la mía avanzaba.
Con toda la fuerza de mi cuerpo empujé el trozo de metal que empuñaba sobre el cuello del infante engañoso y empecé a estrangularlo.
El mago gritaba sin dejar de luchar, trataba de advertirme, y mi trozo de metal empezó a cortar, decapitar al infante engañoso que me miraba
Mi improvisada espada empezó a penetrar en la carne, los ojos del infante se desorbitaban y la sangre se difuminó en la corriente del río.
Finalmente, el hierro atravesó el cuello completo y la cabeza rodó a unos pasos. El cuerpo del infante convulsionó una última vez.
Caminé hacia el mago, el dragón interior me veía compadeciéndose. ¿Por qué? Ya no parecía enemigo, sólo lucía cansado, agitado y confuso.
Yo había matado al infante engañoso, pero él no era quien yo creía, no era el enemigo y lloré su muerte, desesperado, triste, rabioso, lloré.
Su muerte me pesaba, era un inocente y había caído a mis manos. Confusión y tristeza se mezclaron en el río. En mí. ¿Dónde está el enemigo?
Todavía no lo sé. He despertado, con la conciencia cargada de su muerte y no, aún no lo sé. Pero quisiera.
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Hace 2 horas.
2 comentarios:
El látigo se alimenta de la distorsión de las hipótesis, y, por consiguiente, la desorbitación; con esto un posible error, o un acierto simulando lo contrario.
Los asesinos siempre logran cosas muy buenas. Aunque aveces nadie, -ni ellos mismos- se den cuenta.
Supongo.
O lo sé y no logro recordarlo.
El caso es que, pese a todo, si volviera a estar en mis manos el momento, lo más probable es que lo volvería a hacer.
Saludos!
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