miércoles, abril 29

Tinta.

Estaba exhausto. Había trabajado en su creación durante semanas, meses... no, ya no recordaba desde cuando. Hubiera querido buscar un espejo para poder adivinar a través de las fisuras en su piel y el cansancio de su mirada, el tiempo transcurrido en la detallada labor que acababa de concluir.
En la oscura estancia en la que había pasado tanto tiempo, unas cuantas velas haciendo equilibrios en los candelabros, alumbraban dibujando sombras bailarinas en las paredes. Pero el Alquimista no reparaba en ellas, sólo veía el producto de su labor: un libro terminado.
Todas las pociones, mezclas, elementos, fórmulas; desde el más científico procedimiento hasta el más maldito de los conjuros estaban recopilados ahí. Le había tomado media vida aprenderlos, investigarlos, confirmarlos -aunque claro, no todos, algunos eran tan peligrosos que sólo un alquimista o hechicero desesperado los habría usado-, todos ahí, dispuestos ordenadamente dependiendo de las necesidades de quien buscara los conocimientos plasmados en las páginas.
Las hojas de pergamino no durarían muchas décadas, aún con el mejor de los cuidados. Quizá alguien descubriría en el futuro una manera de preservar aquellos conocimientos por los que tanta gente había dado la ida -y muchos más la darían-.
Cerró el cierre confeccionado para el voluminoso texto y posó las manos sobre la tapa, satisfecho, orgulloso. ¡Cuánta fama le esperaba! ¡Cuántos halabarían su dedicación!
Alguien tocaba a la puerta. El seño del Alquimista se frunció. Caminó hacia la puerta, por primera vez conciente de hacerlo. Durante el tiempo previo, se movía tan mecánicamente que los que le veían pensaban en él como un loco, alguien cuya alma se ha disuelto entre el conocimiento. Nadie comprendía su verdadera vocación, el propósito de su vida: perpetuar y difundir la sabiduría acumulada durante eras. Y ahora ahí estaba, encerrada entre las páginas de un gigantesco libro.
El hombre que apareció a la puerta sonreía, parecía contento, parecía saberlo todo. Sacó del cinto la navaja y la clavó con rapidez en el estómago del avejentado científico. Los músculos de su cuerpo estaban un tanto atrofiados, sus reflejos se habían dormido a causa de las noches en vela, y su mirada estaba desgastada por la permanente oscuridad. Por eso no adivinó las intensiones de aquel resplandor plateado que atravesó el aire para clavarse en medio de su abdomen. Por eso no entendió del todo el ardor, la furia del dolor, la debilidad súbita cuando el suelo empezó a teñirse de rojo con su sangre.
Conocía al sujeto, después de todo, había sido un proveedor, un mecenas, uno de tantos, o eso creía él. Claudio, ése era su nombre, sacó la navaja del cuerpo y el Alquimista cayó de rodillas, exhausto, mortalmente cansado.
Claudio no dejó de sonreír mientras lo hacía a un lado con un empujón y se encaminaba al enorme escritorio donde se encontraba la enciclopedia del Alquimista.
No, aquello no podía acabar así. Todos los saberes del mundo en manos de un truhán que lo había engañado y que, además, lo asesinaba. Eso era cruel, tanto como podía ser el destino para cualquiera y el Alquimista se negó a aceptarlo.
Se negó a morir así, aferró sus manos contra la herida para detener la hemorragia -era uno de los conocimientos contenidos-, sintió que las vísceras estaban por brotarle pero se tragó el asco, el miedo, el dolor, y apretó más fuerte mientras fruncía el seño. Desde el frío suelo vio a Claudio acariciar el libro casi con la misma veneración que él mismo lo había hecho minutos antes.
Las páginas del volumen pasaron ante sus ojos con la rapidez con que las correría el viento si pudiera. Su memoria buscaba una página que salvara aquel texto de las garras de Claudio. Algo habría que hacerse en aquella biblioteca polvosa, con gruesas paredes de piedra que acallaban los gritos y magnificaban los murmullos, con aquellas cortinas deslucidas y aquellas velas que alumbraban anémicas.
Sí, las velas. Pequeñas llamas sostenidas a una mecha bañada en cera. Ésas serían la salvación. El Alquimista separó la mano derecha de la herida y empezó a arrastrarse hacia Claudio, que no le ponía ninguna atención. Una mesa con un candelabro estaba a unos pasos. Eso sería suficiente. El Alquimista sonrió, recordando perfectamente en sus mentes las palabras.
Posó el dedo de la mano derecha sobre el piso y trazó signos usando su propia sangre. Qué facil era escribir con ella. Mucho más que con la tinta y con un propósito que se asemejaba al que había empujado el latido de su corazón durante tanto tiempo. En efecto, entre sus dedos, aún quedaban restos de tinta, negras manchas que poblaban sus manos como si hubieran estado ahí toda la vida. Sonrió al descubrirlas mientras la sangre seguía escurriendo entre los dedos para completar el conjuro.
- Claudio -llamó el Alquimista, con un esfuerzo que le obligó a toser. El traidor mecenas se sobresaltó y miró al viejo, pero inmediatamente la sonrisa volvió a su rostro. Estuvo ahí todavía cuando el Alquimista empezó a proferir la maldición en un idioma mucho tiempo olvidado, siguió ahí instantes después cuando las velas empezaron a caer de sus candelabros una a una, se mantenía en tanto las llamas se alimentaban del papel y las cortinas, y se quedó congelada en su rostro, una cara nublada por el terror, cuando las flamas lamieron las paredes y cerraron el paso hacia la puerta.
Claudio no lo entendía, sólo seguía escuchando, dentro de su cabeza, las extrañas palabras que habían marcado su muerte. Se abalanzó contra el Alquimista, le clavó la navaja en el corazón una y otra vez, como si despedazando el músculo pudiera detener el conjuro, pero era en vano. Y su rostro aterrorizado y sonriente sirvió de alimento a las llamas cuando lo alcanzaron.
Todo dentro de la biblioteca del Alquimista se redujo a cenizas. Algunas paredes se cuartearon y parte del techo cayó encima de los cuerpos carbonizados. Nadie, ni mozos ni soldados, se atrevieron a adentrarse en aquella zona del castillo nunca más y, por eso, jamás se descubrió el libro de conjuros y ciencias que yacía, indemne, bajo las cenizas.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me recuerda al libro de arena :P.
Y leí algo del twitter:
"Bueno, ¿listo? esta es el arma, estas las balas, este el gatillo. ¿Entendido? Ya sabes lo que debes hacer."
Es como "el espejo y la máscara", que termina "del poeta sabemos que se dió muerte al salir del palacio" (eso, después de que el rey le hubiera dado una daga)

Saludos.

P.D.
Haz -aparte- un libro de cuentos :P

Lord Edramagor dijo...

Lo tendré en cuenta. Trabajo en ello. :)
Un gusto verla de nuevo por acá. Reciba un abrazo.