viernes, mayo 29

Límite de velocidad.

¿Por qué lloraba? No era importante el hecho de llorar, sino sencillamente el por qué. Parecía un absurdo. Una estupidez que algo así le nublara los ojos con una hemorragia de lágrimas que arrastraban, a su paso, los pigmentos del delineador de ojos convirtiendo su rostro blanco en una máscara surcada por dos ríos negros.

Sus sollozos se convulsionaban en el pecho y alcanzaban la garganta con una serie de sonidos que parecían el anuncio de una arcada. Pensar en la relación entre el sonido y sus movimientos le hizo tener una acomedita de asco. Casi sintió la bilis alcanzando su garganta, un hilillo agrio rosando su paladar.
Sentirse así de indefensa le hizo entrar en un total arrebato de furia contra sí misma, contra el mundo, contra ellos. La zapatilla apretó más insistentemente el pedal como si con ello pudiera acallar la ira. El ruido del motor aumentaba, ni siquiera pensaba en hacer el cambio de marcha, sólo quería presionar con el pie aquel pedazo de caucho que alimentaba a la máquina con oleadas de gasolina haciéndolo rugir, cada vez más, como un animal a punto de que sus huesos salgan de las coyunturas.
Se pasó el dorso del brazo por los ojos intentando aclarar la mirada, desterrar la nubosidad en la que se convertía el llanto, pero era inútil. Los colores se perdían en la riada negruzca de su maquillaje, una pestaña postiza se balanceaba ya a la orilla del párpado derecho; de la nariz brotaban mocos y exhalaciones aceleradas y en la boca todo se juntaba, llevando un sabor salado a la comisura de los labios entre abiertos, en una boca dentro de la que castañeaban los dientes.
El amplio bulevar describía una ligera curva que ella no tomo sino hasta el último momento. Pareciera que aquella maniobra había servido para atrapar la primera gota de una lluvia que azotaría toda la noche. Del cielo brotó un segundo llanto que pronto cubrió el parabrisas empolvado, descorriendo el maquillaje de la vieja máquina.
Un disco metálico marcaba "80km/h". Ella lo habría visto en una noche normal. Incluso habría segudo la indicación en una noche normal. Pero en ésta no. Ni vio el disco. Ni tenía intensión de retirar el pie del pedal. Ni veía nada más que las gotas precipitándose-saliendo hacia el parabrisas-desde sus ojos.
No veía. Sólo lloraba. Gemía dentro de la cabina del auto. Se revolucionaba su pecho como un motor acelerado. Vómito, lágrima y grito al mismo tiempo se volcaron sobre el volante. Blasfemia y lamento al mismo tiempo se derramaron junto con la materia gris. La última convulsión de su cuerpo lo maldijo todo, mientras su cabeza salía disparada por el parabrisas, rota en pedazos, tras haber impactado el auto a alta velocidad contra un camión estacionado.

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