miércoles, junio 3

Funámbulo.


-Es hora -escuchó decir en medio de la oscuridad que reinaba detrás de la cortina. 

-Está bien -respondió secamente, mientras aplaudía con las manos en huecos para evitar que la magnesia saltara en el aire y le llegara a los ojos. La frente le sudaba y perlaba la frente, el calor dentró de la carpa era sofocante en la función de medio día de los domingos que se desarrollaba exactamente igual que cualquier otra función, salvo que con la luz del sol atravesando los agujeros en la lona.

Escuchó al presentador decir su nombre, la música salir de enormes bocinas colocadas a los costados de la cortina, hizo a un lado la pesada tela aterciopelada que le recordaba algo que su mente no lograba descifrar y se lanzó al centro de la pista dando un par de maromas en el camino.

Al caer sobre los talones con los brazos extendidos, escuchaba –como siempre- la apagada, casi tímida, aclamación de los pocos presentes. Era común que aquellas funciones de matinee terminaran siendo un espectáculo para dos o tres extraviados que decidían, erróneamente, meterse al circo en lugar de buscarse sitio bajo un laurel para escapar del calor.

Mas no importaba, él igual se ponía el leotardo que le ajustaba el cuerpo, las bandas en las muñecas, la magnesia en las palmas de las manos.

Una cuerda cubierta de tela roja cayó del zenit circense a su lado y la tomó con firmeza, dio un par de tirones a ella para asegurarse de que estaba perfectamente sujeta y con un movimiento gracioso y firme a la vez, alzó las piernas dejándolas en perfecta horizontal mientras sus brazos escalaban hacia el alambre que, tenso, aguardaba a diez metros de altura.

Ahí empezaba el verdadero espectáculo. ¿Qué le recordaba la tela de la cortina? Era aterciopelada, negra, casi brillante. No importaba. Se había balanceado un par de veces en el alambre para alcanzar la vertical y ahora hacía esfuerzos, moviendo los brazos alternativamente hacia izquierda o derecha, para establecer el perfecto equilibrio.

Avanzó casi en un trote hacia la plataforma de seguridad donde un largo tubo metálico le esperaba. Volvía unos instantes después para recostarse sobre el alambre mientras el presentador lanzaba exclamaciones y pedía aplausos para el equilibrista.

El paso siguiente era traer una silla metálica y colocarla sobre el alambre, primero mantenerse inmóvil sentado en ella, después subir cuidadosamente a la misma mientras el público se mordía las uñas, los labios inferiores o simplemente esperaba, morbosa, un trastabilleo que lo trajera a la lona de la pista hecho añicos. Pero nada pasaría. Todo era calculado. Un truco perfeccionado a lo largo de tres generaciones de artistas del alambre.

Como la última suerte, avanzar a través del alambre con una capucha negra y, además, para regusto amargo del público, con los ojos vendados y sin la garrocha de equilibrio.

La venda apenas le apretaba y la capucha, aunque negra, hubiera dejado pasar la luz en un día soleado. Pero dentro de la carpa, bajo aquella tela oscura, nada se veía.

“Es hora” pensó el equilibrista mientras ponía el pie derecho en el alambre. Avanzó en medio del silencio al que había convocado el presentador hasta que supo que se encontraba a la mitad del avance. A salvo, en la pista, el anunciante lanza una advertencia que pone tensos a la docena de integrantes del público, el funámbulo simula un tropiezo pero rápidamente pone de nuevo el pie sobre el tenso alambre. Un suspiro de alivio entre los pocos espectadores. Una sonrisa bajo la capucha.

Los pies se mueven alternativamente, con pequeños trabajos, con fingidos esfuerzos hasta que sólo faltan unos cuantos pasos para llegar a la plataforma de seguridad.

“Es hora, sí, es hora”. El pie da un paso en falso pero el anunciante no lo observaba, se secaba el sudor de la frente provocado por el calor del medio día bajo la carpa azul del circo. El público también se sorprendió al ver cómo la vertical se descomponía, se suponía que el peligro había acabado.

Desde la oscuridad de la capucha, con la media sonrisa acalorada, mientras caía, el equilibrista recordó exactamente a qué le recordaba el tacto de aquella cortina negra, frente a la pista del circo. Sí, era esa sensación que durante tantas noches, mucho tiempo atrás, estuvo seguro de nunca volver a tener.

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