jueves, noviembre 1

Día de los muertos (Un cuento para la fecha)

Alguien saca un arma. Alguien más camina por una calle solitaria. En un punto distante, el televisor se apaga. Los autos parten las calles. El caos entona su bella melodía. El planeta gira, los astros actúan bajo el influjo de super gravedades. Nada estalla, sin embargo, de forma tan potente que la mirada ante el espejo. ¿Quién soy? ¿Cómo he llegado aquí? Formular las preguntas requiere un esfuerzo increíble y doloroso. Al escuchar cómo se recitan en mi cabeza, las noto tan comunes, tan faltas de importancia. El quien puede llegar a ser tan subjetivo y el cómo tan irrelevante. El hecho claro es que aquí estoy, y ya.
En la más absoluta de las ignorancias cualquier pensamiento es demasiado grande. El vacío exacto de conocimientos puede ser quizá el punto más cercano a la omnisciencia, y no lo contrario. Una mente expuesta a la pureza de la falta de pensamientos puede vislumbrar cualquier cosa.
Hago un nuevo intento, como para pasar el rato: ¿Quién soy? ¿Cómo he llegado aquí? Nada hay salvo el espejo que me devuelve la mirada de ojos cafés. Son ojos extraviados. Ajenos. Como dos cápsulas de gelatina que amenazan con moverse para perder el enfoque de lo que se dibuja al frente, en el reflejo. Están ahí completando un proceso fisiológico que, comprendo, carece de sentido.
Esta vez, las preguntas han emergido con mayor fluidez, quizá porque no me concentraba en ellas tanto como en el espejo. ¿Veo yo al espejo o éste me ve a mí? Este último cuestionamiento parece tener un poco más de importancia al diluirse en un océano de procesos mentales: los engranes imaginarios dentro del cráneo realizan complicadísimas e innumerables operaciones matemáticas, establecen conexiones y condensan nubes de significados. La respuesta es inintelegible.
El espejo me absorve, no puedo dejar de verlo (o él de verme). Apenas se notan los sonidos: el arma, la caminata, el televisor, los autos. Si me abstraigo un poco más, casi siento el palpitar sereno de los sistemas solares girando y expandiéndose o el respirar automático de un recién nacido posado sobre su cuna en lo más lejano del continente.
Es mi mente la que se extiende más allá de este reflejo.
No hay luces, pero el espejo parece iluminado en sí mismo. El pulido cristal atrae y rechaza, una suerte de magneto formando pequeñas vetas, ondas, mareos.
Si dejo de verlo, si me distraigo por un momento, puede ser que no encuentre de nuevo el reflejo. Esta vez, el algodón nuboso de mi mente trata de discernir cuál es la posibilidad de que eso pase.
El arma, los pasos, el mando a distancia cambiando la frecuencia. Mi ser infinito puede captar la remoción del humus en todo el planeta, el aliento fatuo erigiéndose para tomar una forma que sólo mis ojos (los perfectos cálculos que se desarrollan en mi cabeza lo deducen) podrían ver.
Concluyo, mientras descubro que los pensamientos más complejos se escurren con facilidad absurda hacia obvias soluciones en mi mente, que los ojos que veo en el espejo lo pueden ver todo y que por eso mismo se ven a sí mismos. El espejo que ve al espejo que ve al espejo. Mis ojos en medio.
Pero todo eso me devuelve a las primeras preguntas, las más insignificantes: ¿Quién soy? ¿Cómo he llegado aquí?
Una luna dorada –no necesito mis ojos para percibir la gravedad relativa del satélite, las implicaciones de temperatura y humedad en el punto exacto en que me encuentro, las deformaciones ópticas generadas por el ambiente– cuelga tan cerca del horizonte, guiñando su brillo a la ciudad, a sus calles quebradizas, a los autos que parten la noche, a los pasos que desconocen el objetivo final de sus prisas, a los niños que caminan a las puertas como ánimas.
Los ojos, mis ojos, están clavados en el espejo. ¿Qué miran? Cada nueva pregunta elonga mi mente más allá. Todo es conocimiento en este perfecto vacío.
Y sí, ante la comprensión total ya nada es necesario. Ahí siguen el arma, los pasos, el cuarzo multiculor de la pantalla. Y yo, percibiendo el lento ascenso de millones de almas abriéndose paso entre el cesped y la tierra, abriendo la boca para aspirar el rocío de una noche nueva, desconociendo el cansancio de su marcha desde el inframundo.
Mis ojos se van acercando al espejo. ¿O es el espejo el que se acerca? ¿Es su luz la que brilla en las pupilas? ¿Es mi respiración la que se agiganta hasta abarcar la noche?
Desde el espejo, completamente asimilado por el portal cristalino, mis ojos completos (ya no dos pares que se ven sino uno solo que todo observa) contemplan el viejo cuerpo que se quedó atrás.

1 comentarios:

Leona dijo...

Amiguito tenia rato que no te leia.
Como siempre me encanta

Te mando un abrazo a ti y a Cris!