Siempre le gustó la carretera, aunque no lo supo sino hasta cuando le fue posible tomarla por su propia cuenta. Recuerda que detestaba los largos viajes a los que se veía obligado, aguardar en las salas de espera sucias de las terminales en las que se estacionaban los camiones de segunda, o llegar con el cansancio del mal dormir, mal comer y mal sentir, durante los viajes ociosos en esos transportes.
Pero la carretera le gustaba, que no los viajes necesarios. La vista desde las ventanillas era una lengua que borroneaba todo, deformándolo y dejándolo atrás, nuevo e íntegro. Los paisajes eran una película para sólo dos ojos, iguales para todos, diferentes para quien la observaba.
Y entonces, vino la carretera, esa carretera con su larga línea que a veces sufría hipos y otras, cantaba largas sonatas de curvas y pendientes sin detenerse. La carretera y nada más.
Ahora la veía desde su lugar en el asiento del copiloto. El motor, a la temperatura exacta y todo en su lugar. Era el momento de esa fascinación única –quizá el montar a una motocicleta pudiera llegar a superarlo– que iniciaba al dejar caer una parte del peso del pie sobre el pedal del acelerador dando lugar al ronroneo de cientos de caballos de fuerza escapando en volutas azules que ennegrecen los cielos.
No era un auto muy potente, ni muy lujoso y mucho menos, "muy nuevo", pero era un auto al fin. Y los niveles de fluidos eran los correctos, la presión de los neumáticos la indicada, las revoluciones del motor en ralentí los que cabía esperar… todo estaba en perfecto orden. Sólo faltaba algo.
Y lo hizo.
El pie al embrague y la mano a la palanca de cambios, el ronroneo, los caballos imaginarios relinchando desde su nido en combustión y, al frente, la larga carretera. Diez, veinte, treinta, cincuenta, setenta, ochenta, noventa y cinco, ciento diez, ciento quince. Habría querido que los límites de la física hicieran una excepción, que las leyes de tránsito desaparecieran y que sólo existiera, por una vez, aquello: él y la carretera.
¿Que cuál era el destino? Mientras daba un sorbo al cigarro que se consumía a la velocidad con que viajaba el auto, la misma pregunta corrió como una marquesina por el parabrisas. La única respuesta fue el pie apretando el acelerador.
El viento, como una niña que juega, se escurría por las ventanas abiertas, espantada por el rugido del motor. Mientras la carretera iba dibujando su propia poesía, una cosa era la única cierta: aunque los viajes terminen, los caminos nunca se acaban.
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Hace 1 día.
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