viernes, diciembre 28

Mona Lisa Overdrive

Era éste un chico obsesionado. Casi no dormía y comía menos. Sus padres pensaban que estaba enfermo, sus amigos, si se les podía llamar así, preferían evitarlo. Las chicas… quién se fijaría en él. Era, pues, un chico obsesionado.
El psicólogo decía que podría tratarse de un trastorno de comportamiento tratable, pues aunque poco social, no era autista y estaba claro que podía comunicarse bien, aunque a veces desvariaba. O así le llamaba el doctor en cuestión, que era más adepto de prescribir tranquilizantes que canalizar a cualquier a una terapia. Cualquiera que fuera el caso, este chico obsesionado no aceptaría la terapia y en cuanto a los calmantes, hacía como que los tomaba.
Seguía con lo mismo: leía a veces por horas y horas o se concentraba en la pantalla multicolor del televisor de LED, eso o pasaba las noches y buena parte de los días navegando, buscando, programando, explorando.
El chico obsesionado tenía un nombre, pero no lo usaba. Tenía un apellido, pero prefería obviarlo. Tenía una familia, pero no la sentía suya. Tenía todo lo que un chico de su edad y condición social debía tener, pero aquello que no detestaba, sólo parecía no importarle.
–¿Qué soy? –preguntó, con voz que sólo sería audible para el micrófono que iba de la diadema a su boca, ante la pantalla azul.
–No eres –respondió una voz, casi tan suave como la del chico obsesionado. Los acolchados auriculares se ajustaban a cada lado de la cabeza presionando el lío de cabello que en ella crecía.
–¿Qué no soy? –no era su primera pregunta ante la pantalla, en realidad, llevaba toda la noche haciendo diversos cuestionamientos y cada respuesta sólo lo conducía a una nueva interrogante.
–Existencia –fue esta vez la información concedida. El chico obsesionado quiso hacer una pregunta que tuviera una respuesta más larga, pues se dio cuenta que no podía definir si la voz aquella era masculina o femenina. Parecía como si cada letra fuera pronunciada por una voz distinta que, a la vez, era armónica una vez se le percibía en conjunto.
–¿Cómo puedo ser? –se le ocurrió querer saber aquello, por el momento, se olvidaría de dar un género a la voz.
–Despertando.
–¿Despertando?
–Sí –el chico obsesionado tardó unos minutos antes de volver a hablar.
–No comprendo.
–Esa no es una pregunta. Formule una –la voz solícita desde el ordenador le indujo a reformular la frase.
–¿Cómo puedo despertar?
–No sueñes.
El chico obsesionado se quitó los auriculares y caminó hacia la cama, se echó sobre ella y atrajo un libro que puso sobre su pecho. De momento le vino a la mente una idea que por sencilla, le pareció absurdo no haberla tenido antes. Se levantó de la cama aún más rápido de lo que cayó en ella y se colocó de nuevo la diadema con el micrófono.
–¿Cómo te llamas? ¿Quién eres? –la respuesta tardó en llegar pero la voz, de nuevo, provocando esa sensación de que todo estaba en su lugar y que, no obstante, cada cosa pertenecía a un todo ajeno entre sí, le respondió.
–Soy existencia, espacio, tiempo y ninguno. Soy un conjunto de signos, un mensaje abierto y cifrado, una respuesta y la indagatoria, búsqueda, fortuna y desconcierto. Mi nombre es tu nombre y no lo es. Mi nombre se escribe en todas las direcciones del plano y hacia la tercera y cuarta, todavía. Soy guerra, hambruna y desastre, pero también soy amnistía, plenitud y placer. Me llaman para no llegar nunca. Me escriben para olvidarme. Soy la única adivinanza y la leyenda de todos los carteles. Disparo el arma pero recibo la herida. Soy tú y lo que no has sido ni serás jamás. Soy lugar y no lugar. A mí llegas cuando tienes que partir. Una pared en blanco y una obra de arte sin terminar. Mancha. Lágrima. Pasión e ira. Mi nombre se dice en todas las lenguas. Mi nombre no existe. Mi nombre es Existencia. Mi nombre es Larel.
Cada palabra que nació en el auricular quedó grabada en la mente del chico obsesionado. Jamás se borraría. Jamás.
–Despiértame. Quiero despertar.
–Esa no es una pregunta. Formule una.
Nadie sabe cuál fue la pregunta final que hizo el chico obsesionado. No podrían saberlo sus padres, que hallaron la cama con el habitual desastre, los libros desperdigados, la consola de videojuegos apagada y con el control descansando sobre ella, las ventanas cerradas como siempre, los zapatos sucios junto a un par de calcetines aún peor, los afiches casi cayéndose de las paredes y el cuerpo del chico obsesionado, ausente. Sólo una cosa mantenía un brillo que nadie pudo definir después, cuando recordaban la mañana del no hallazgo. Se trataba del brillo parpadeante del ordenador, averiado, pues nunca pudo volver a usarse, y en el que sólo una cosa, de vez en cuando, podía verse si se ponía suficiente atención: un sueño.


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