Me daba furia la manera en que él me trataba. Y me aburría la forma en que ellos decidían mirarme todos los días. Como si mover objetos con la mente fuera gran cosa. Abrían los ojos, emitían un murmullo, una sorpresa ahogada, mientras él alzaba los brazos como si toda la gloria fuera suya -quizá en cierto modo lo era- y a él debieran brindarle los aplausos.
No es que me importara mucho la fama o el reconocimiento. Simplemente, así como suena, aquel teatro me aburría mucho. Para ellos era lo más grande, lo más fabulosos, extraordinario. Para mí era la continua repetición del mismo acto de circo. Aparecer, con todo el misticismo prefabricado del escenario: música tenebrosa, luces tenues, máquinas de humo y un personaje vestido en una túnica cual pitonisa de un cuento anacrónico e inverosimil.
Luego la consecución de trucos: doblar una cuchara, levantar una pluma, reventar una sandía contra la duela.
Y los “aaah” y los “oooh” como si la gran cosa. Estúpidos. Si se concentraran tan sólo la mitad de lo que yo logro concentrarme con tanto ruido en mi cabeza, seguro podrían hacer volar al mundo en un montón de pedazos no más grandes que una uña.
Pero no lo hacen. Están buscando quién los sorprenda, quién los intimide, los domine, los compre, los venda. Estúpidos.
Y he aquí la paradoja: los he visto tantas y tantas veces, caras y cuerpos repetidos, siempre diferentes pero iguales, que me he aburrido de ver el mismo espectáculo todos los días mientras doblo cucharas, levanto plumas y reviento frutas de temporada.
Sí, lo acepto, me he aburrido.
No es tan falso aquello de que el aburrimiento da lugar al ocio, y por consiguiente, a todos los males.
Fuera por aburrimiento, por no tener nada mejor que hacer, decidí mejorar el acto. Y no salió tan mal.
Doblar, levantar, reventar. Exactamente lo mismo que se había repetido todos los días en el escenario del circo. Sólo decidí cambiar a los actores. Yo la espectadora, ellos los artistas.
Columnas dobladas.
Cuerpos levantados.
Cabezas estallando como frutas maduras, de temporada.
Y yo, risueña, ante el rostro, desfigurado por el terror, del dueño del circo.
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