jueves, agosto 13

Slide.

Era un bello deslizador. Pensar en todo el tiempo que lo había anhelado y en la forma en que se renovaban, cambiaban, se volvían más rápidos, livianos, eficientes, silenciosos; los diseñadores sumaban aditamentos, comodidades, innovaciones. Y siempre que estaba a punto de decidirse por uno, venía otro mejor, y luego otro, y otro, dificultando su decisión final.
El día que tuvo suerte fue cuando cayeron esos créditos extra. No lo pensó más. Juntó lo ahorrado y se dirigió a la tienda en la que perdía valiosos minutos de cada día observando los modelos recientes. Escogió uno, el que tenía el precio exacto de sus créditos acumulados en varias tarjetas. El vendedor las agotó en unos segundos al ponerlas en la ranura de lectura, una terminal computarizada de un banco realizó la transferencia, otro ordenador la confirmó, un tercero -previas medidas de seguridad- sondeó el origen de cada crédito, hasta el último crédito tenía una historia qué contar y aquellas tarjetas revelaron toda la odisea financiera, hasta que finalmente, y todo esto no llevó más de cinco segundos adicionales, la venta se confirmó.
Cuando grabaron su identidad biométrica en el ordenador de viaje y le explicaron, por rutina pues él conocía de sobra el procedimiento, los primeros pasos para arrancar el vehículo, las palmas de las manos le sudaban de impaciencia.
Un deslizador. No, un aerodeslizador a propulsión iono-magnética. Un complicado artilugio tecnológico que unía varias tecnologías energéticas para generar una sola señal de impulso que elevaba el vehículo de más de 500 kilogramos a 25 centímetros exactos del suelo y mediante la canalización de energía podía lanzar el hermoso bólido a velocidades superiores a las 300 millas por hora. Una obra de arte de todas las ingenierías.
Llevaron la unidad hasta la salida a la calle y el joven se montó en ella. Al poner las manos sobre los controles, el ordenador registró todas las señales de identidad del propietario. En un santiamén, los cuatro procesadores escalados no sólo leyeron los datos y los confirmaron, sino que iniciaron los complejos cálculos para el solo encendido del motor, el monitoreo de factores de presión, corrientes eléctricas y magnéticas, supresión de picos iónicos, eliminación de estática indeseada, etcétera.
Cerca de 100 procesos distintos se realizaron sin errores en poco más de un segundo. El joven lo sabía, había leído lo que implicaba cada uno de los mecanismos del motor. Si tuviera la destreza manual necesaria y el equipo pertinente, podría desarmarlo y reconocer cada una de sus partes para montarla de nuevo en su lugar.
En el panel táctil, estableció la ruta a seguir, el destino y la velocidad deseada de crucero. Aquellas eran simples indicaciones pero, la ventaja de los aerodeslizadores era que, pese a todo, el control lo tenía el usuario.
Accionó con suavidad con la mano derecha la Potencia y el aerodeslizador se movió a gran velocidad devorando los metros de camino y dejando atrás en la lejanía la agencia de vehículos.
¿Cómo debía llamarlo? La unidad se deslizaba con suavidad por las calles, dos de los cuatro ordenadores escalados monitoreaban a través de una conexión de alta velocidad a la red, las condiciones de tráfico para alertar de colisiones; por ello, conducir a más de 100 millas por hora en un aerodeslizador era relativamente seguro.
Pero al joven conductor no le bastaba. Quería más velocidad. En la mente, le pareció buena idea ir hasta los límites de la megaciudad.
Y lo hizo. Se lanzó calles arriba y abajo, rebasando a los vehículos pesados, los familiares, los compactos. Después de todo, tenía un aerodeslizador de última generación y quería lucirlo. Lo hacía ya a 190 millas por hora. Sólo vehía manchones de colores que pasaban a sus lados.
Con el cuerpo replegado sobre los controles, el viento sólo soplaba sobre su espalda. La cara, a buen resguardo por un protector frontal del vehículo le permitía no solo un excelente panorama, sino que desplegaba ante él un panel de visualización con los accidentes del terreno. Parecía que nada podía detenerlo.
Los límites de la megaciudad estaban ahí, a tan solo 30 segundos más. Con 288 millas por hora, remontar las distancias parecía cosa fácil. Siempre había anhelado esa velocidad. Siempre había soñado con montarse en su propio deslizador, Slide, sí, así lo llamaría en adelante. Lo había decidido. Ahorraría unos cuantos créditos más o los pediría prestados, los cambiaría en la primer ciudad del camino por comida y artículos y seguiría rondando, a altas velocidades, con aquel motor que no se consumiría sino en 100 años. Andaría, hasta agotar la última célula de energía.
El acantilado se abría en el horizonte, el visualizador en pantalla lo anunciaba. Un abismo que lucía apetitoso para ser roto por la velocidad. ¿Qué más daba? Podía intentarlo. Había esperado demasiado. Demasiado. Demasiado...

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