Grabado de Liliam Cuenca. |
Es la callada forma en que la piedra vuela, toda ella es lado filoso y el aire le abre paso. No va la mano colgada a su liso rostro, no el músculo que la suspendió en medio del cielo. Es distinta carne, respira incluso cuando el tiempo se ha detenido y en su centro late agua. Es proyectil pero no su nombre, hablarla es acto: casi un parpadeo antes de impactar, si tuviéramos palabras para llamarla se fragmentaría sin hacer blanco. Nada, salvo el fulgor, se adivina –la intuición la conoce pero tampoco sabe detenerla– y queda grabada en el ojo como un tatuaje, al verla se hace tinta del nervio al corazón: vaya que es prodigio pues golpea antes de tocar en ese precisa pausa que hace el universo en el que la convierte en mirada. No son menester las alas, toda regla se ciñe a la parábola que dibuja en milagro –del otro lado del universo el cristal empieza a astillar, un eje y una órbita han salido de su punto por fin y para siempre– y ella toda se hace vértigo mientras el pecho, de par en par, le sonríe augurando su propia cicatriz.
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