Teo y yo los escuchamos discutir desde el principio. Venían de esa colonia tan famosa que se encuentra en lo alto de una colina, al poniente de la ciudad, pero algo había pasado con la economía aquel año y de pronto la joven pareja de clase acomodada se vio en la necesidad de tomar un pequeño departamento en un complejo habitacional. Sin duda, era a ella a quien más le había pesado el cambio.
Las peleas eran primero cuchicheos subidos de tono en las que el muchacho rogaba a su esposa que bajara la voz, que mantuviera la calma. Aquello tenía que ser temporal, le decía, muy pronto podría ver cómo todo se arreglaba. Y claro, con arreglarse lo que Teo y yo entendíamos era que volverían a gozar de una situación económica holgada y podrían volver a su vida en una bonita casa en lo alto de una colina para dominar con la mirada al resto de la ciudad.
Conforme pasaron los meses, Teo y yo confirmábamos que la cosa no cambiaba y que tampoco tenía muchas esperanzas de mejorar. Mientras yo iba todos los días a la oficina y Teo se pasaba, a veces, más de 10 horas en el pequeño negocio familiar, nuestros vecinos parecían concentrados en tratar de volver a una vida que ya no les pertenecía.
Un día la hermosa camioneta de modelo reciente que reflejaba el cielo en sus cromados y perfecta pintura, dejó de estar aparcada en el lugar de estacionamiento de los vecinos. A los pocos días lo sustituyó un compacto que quizá tuvo buenos tiempos y cuya pintura, ya opaca, estaba cicatrizada de rayones.
Aunque ellos trataban de hacer pasar su situación desapercibida, fue notable la salida de un enorme televisor de pantalla plana que requirió a cuatro personas para su transporte, con las respectivas contorsiones en cada descanso de las escaleras. Y luego muebles, y luego pequeños objetos envueltos en sábanas y quién sabe qué más.
—Hoy van a pelear de nuevo.
—¿Qué fue esta vez?
—Me parece que un microondas.
—Qué mal —sentencié cuando Teo me lo contó mientras volvía de la tienda de la planta baja un sábado por la mañana.
—Quizá deberíamos ayudarlos —aventuró mi marido. Él siempre ha sido así, mamá decía “te vas a casar con este chamaco que tiene corazón de pollo, ¿adónde te va a llevar eso?”. Y bueno, me llevó al bonito departamento en el que vivíamos desde hacía ya ocho años, el cual estaba convenientemente ubicado en el lado opuesto de la ciudad en el que vivía el resto de mi familia. Mamá tenía razón, Teo tiene un "corazón de pollo" o "atole en las venas" o cualquier otra de las linduras que se inventaban mis hermanos cuando lograban hacerle una broma y él se resignaba con una sonrisa cuya sinceridad nadie hubiera podido discutir. Por eso supe que cuando decía que quizá debíamos ayudar a los vecinos hablaba bien en serio aunque ni él mismo supiera aún cómo podíamos hacer nada por ellos.
Tal como él adivinó, esa noche vino otra de las peleas, esta vez muy ruidosa. Un piso arriba los gritos de la mujer subían de tono a cada momento mientras el hombre trataba –con el mismo resultado de siempre, ninguno– de calmarla. En cierto modo, aquel vecino me recordaba a Teo.
—Bueno, ya, entonces, ¿qué hacemos? —le pregunté a Teo mientras me incorporaba a medias de la cama. Con el codo clavado en el colchón y mi mirada en su rostro que veía hacia el techo que era atravesado por los gritos de la discusión. Y al parecer en ese momento mi esposo tuvo una especie de revelación.
—Hay que invitarlos a cenar.
La idea no me parecía más estúpida que cualquier otra, pero aquello tenía la pinta de ser una bomba de tiempo haciendo tic-tac, tic-tac cada vez más rápido y algo dentro de mí intentaba decirme que quizá no éramos las personas más indicadas para desarmarla.
Planeamos durante varios días la cena y Teo se encargó de visitar a la pareja a inicios de semana para concertar la cita. La puerta la abrieron ambos y reconocieron a mi esposo de inmediato, aunque parecieron no entender de qué iba la cosa cuando finalmente hizo la invitación.
—¿A cenar, el viernes?
—Sí, mi esposa y yo preparamos unas costillas deliciosas.
—Pues… si ella quiere —dijo el hombre sin voltear a ver a su pareja. Teo vio cómo ella asentía.
—No se diga más, los esperamos a las siete —y se retiró antes de que tuvieran tiempo de arrepentirse, según me contó.
Durante los días previos a la cena las discusiones bajaron de volumen y hubo una noche en que ni siquiera los escuchamos. Llegado el momento, aparecieron ante la puerta con una botella de tinto que servimos en vasos, a falta de copas. Nuestra vecina no pudo ocultar un poco de desilusión ante el detalle.
Servimos la cena, el vino se acabó y Teo hizo algo que no me había dicho que haría. De uno de los cajones de la alacena sacó una botella transparente que puso frente a nuestros invitados. Era un mezcal, uno de los que quedaban de tres botellas que había comprado en una feria el año anterior. Lo sirvió sin preguntarnos nada y nos dio a cada uno el respectivo caballito lleno hasta el borde.
El líquido resplandecía en la boca del recipiente como aceite consagrado y aunque parecía delicado, su perfume llegaba a las fosas nasales de los invitados que lo miraban con más curiosidad que antojo.
—Es mezcal —presumió Teo mientras sostenía a la altura del orgulloso pecho la bebida. Los vecinos se vieron sin siquiera ocultar el desconcierto—. Y aquí es donde decimos, ¡salud!
Teo apuró medio caballito, yo besé el mío para remojar mi lengua sin dejar de ver lo que ocurría con los vecinos. Mientras el esposo se encogía de hombros y se colocaba el primer trago en la garganta, la mujer olió el líquido, lo retiró con duda y luego se envalentonó para vaciarlo de un golpe.
Todos reímos con la reacción. Primero tosió, luego aclaró la garganta, tosió un poco más, respiró y por último suspiró como si se hubiera depositado en su alma la más profunda certeza sobre el amor verdadero. Después de eso, no le quedó más que dejar a unas carcajadas surgir de su pecho para acompañar a las nuestras.
—Va otra vez, porque no dijeron salud —retó Teo, tomando los caballitos de los invitados y rellenando el de ella mientras completaba el de él—. Ahora sí, ¡salud!
Esta vez, fue el vecino quien se acomodó el mezcal de un trago mientras la esposa me imitaba al ver cómo daba de pequeños chupitos a mi caballito. De pronto, la idea de Teo me pareció tan clara.
La botella terminó, la mayor parte de ella entre la espalda y el pecho de nuestros vecinos que subieron riendo las escaleras. Mientras nos acomodábamos para finalmente descansar en nuestra habitación, el ruido volvió, ahora más fuerte que nunca. Era como si se hubiera desatado un titán sobre nuestras cabezas.
—¿Escuchas eso? —le dije a Teo, ya un poco alarmada con el alboroto.
—Sí —dijo mi triunfal esposo, sonriendo mientras acomodaba la cabeza sobre la almohada. No tardó nada en dormir mientras que yo no logré conciliar el sueño sino hasta el “tercer round” con el que mis vecinos remataron la noche. Hubo gritos, aullidos, saltos y sobre todo, el golpeteo de las patas de la cama contra el suelo que era a su vez, el techo de nuestra habitación.
Las peleas de los vecinos no cesaron, sería falso decir algo así, pero al menos se volvieron diferentes y cada vez menos frecuentes. Ahora hablaban en voz alta, por la noche, y los insultos eran más esporádicos además de que parecían ya no proferirse mutuamente. Lo que se volvió más y más periódico fue el golpeteo de la cabecera de la cama de los vecinos contra la pared, aunque eso causó muchísimas menos quejas entre el resto de habitantes del condominio a diferencia de lo que ocurría con las peleas.
Un día, encontrándonos en las escaleras los cuatro, Teo y yo vimos con sorpresa que el vientre de la vecina lucía ligeramente abultado. Aquello cambió muchas cosas. Según me contó Teo, el vecino buscó un trabajo nuevo y con el paso de los meses empezaron a subir cosas a su departamento en lugar de bajar, como antes ocurría. Un pequeño televisor, una estufa con horno, un refrigerador. Y mientras la casa se llenaba, la vecina se ponía gorda, gorda, gordísima.
Una tarde de domingo se armó la conmoción en el edificio porque a la vecina se le ocurrió empezar a parir y no había fuerza humana que pudiera llevarla al hospital. Todas las mujeres nos reunimos y ayudamos como mejor pudimos. Se juntaron toallas y agua caliente, como en las películas, y un pequeño círculo alrededor de la pobre mujer que sufría, gemía y sudaba.
De pronto, llegó el momento: coronó y pudimos ver la pequeña cabeza. Luego los ojitos cerrados. Después el hocico, el cuello y las primeras patitas. Finalmente el cuerpo completo con una pequeña colita que se enrollaba sobre sí misma. La vecina hubiera querido descansar pero entonces vino el segundo, y posteriormente otro y otro. En total, seis: cuatro machos y dos hembras que gimoteaban sobre una toalla dispuesta en la cuna que el ahora orgulloso padre había logrado sacar a crédito de una tienda departamental.
—Seis perritos, ¿lo puedes creer? —me decía Teo, agitado, antes de volver a meter medio cuerpo en el cajón inferior de la alacena tratando de dar con algo.
—Bueno, sí, no es muy común, cuesta un poquito creerlo.
—¡Son hermosos! —gritó desde el fondo de la caja—, además, ellos se veían tan felices—y en eso, Teo tenía muchísima razón. Sentí una especie de orgullo por aquello—. ¡Ja! ¡La encontré!
—Apúrate, Teo, que tengo que volver con ella porque los va a amamantar.
—Un segundo, un segundo —decía mientras iba en cuatro patas, gateando hacia atrás para tratar de salir del cajón de la alacena—. Hay que celebrar que todo salió como lo tenía planeado.
Mientras se levantaba y empezaba a sacudirse con una mano, con la otra sostenía a la altura del pecho una enorme botella transparente llena de mezcal.
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