Estos días he amanecido como un olvido habitado.
Tanto eco en esta habitación, exacto,
da cuerda a los relojes cuando camino
–de la ventana a la cama, de la cama a la puerta,
de la puerta, esa boca clausurada y muda
de la que nazco como una palabra aburrida,
a la ciudad—,
un eco que pone a girar al mundo.
Las calles, por su parte, lucen felices
incluso cuando se quedan calladas.
Una persona va de la mano de otra por la acera,
en el parque, en una plaza,
todo lo demás son espejos repitiendo la vida.
A mi, en cambio, alzar la mirada
me está costando más trabajo que de costumbre.
Hago la pasarela
sosteniéndome con una mano, luego la otra,
a cada hoja del calendario.
El año va a acabarse y vendrá el abismo de todo lo nuevo.
A ratos, sonrío.
Porque uno puede sonreír también en los días peores.
Después de todo,
este es el invierno más cálido, más brillante
de todas nuestras vidas.
Y nadie podría negar que estamos en la sequía de los abrazos.
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