No sé si me entiende: la verdad… la verdad es horrible. Cuando uno comienza con eso no puede ya detenerse, y uno puede pasar horas así, sin hacer otra cosa, sentado en la orilla de la cama. Por eso, por eso le cuento todo esto. Al principio, a pesar de, a pesar de todo ese vacío, yo aún creía que se podría hacer algo; yo creía que se podría detener este mecanismo, este especie de mecanismo: hablando, moviéndome, bebiendo soda, hablando por teléfono, o haciendo algo similar. Pero ahora, ya está: entendí Hay un punto que no se debe traspasar, y yo lo hice. Ya no puedo regresar. Ahora necesito a mi dolor, no tengo nada que no sea él: lo adoro. Hay cosas que uno no debería conocer, y yo ya las conozco. (123)
(…)
(…)
—¿Usted se llama Beaumont? —preguntó la joven.
—Me llamaba Beaumont, sí —dijo Beaumont tranquilamente.
—Bueno, Beaumont. Yo… me acordaré de usted…
—Cuando muera —añadió Beaumont.
—Sí, cuando usted haya muerto —dijo ella. (125)
Le Clézio, Jean-Marié Gustav. (1965 [2010]) “El día que Beaumont conoció a su dolor” en La fiebre. pp. 89-129. Almadía: México
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