La renta de la casa había resultado una ganga y nunca tuvimos motivo para desconfiar del casero. Hicimos todas las preguntas de rigor y dejamos para el final la correspondiente al importe del alquiler. De entrada el lugar era bastante amplio: dos habitaciones con baños completos, un ambiente en el que compartían espacio la sala, el comedor y la cocina, el patio de servicio y dos áreas de jardín, una al frente de la casa con su correspondiente portón forjado y uno atrás, del doble de tamaño del primero con un mango y un limonero en flor, además de varias macetas en las que crecían helechos, malas madres, un pie de bugambilia que se antojaba listo para transplantar y algunas con epazote, hierbabuena, cilantro y chiles. “Los antiguos inquilinos también tenían tomates y lechugas ahí, en aquel cuadro” dijo el propietario, “pero hace mucho que nadie cuida del jardín así que se han perdido”.
No obstante, el jardín trasero se veía antes que todo bien cuidado, la hierba estaba algo crecida pero no era molesta y las hojas de los árboles estaban en un montón en una esquina.
El precio nos sorprendió y cuando discutimos el trato en privado, ya lejos del casero, nos parecía que nos estaba ocultando algo. Ramsés hizo una excursión entre los vecinos. Investigó si el agua escaseaba o si la calle se inundaba, si no había fluctuaciones en la energía, si acaso había robos frecuentes y un montón de preguntas más.
—Está limpia —aseguró con cierto aire de triunfo. De haber corrido por su cuenta, habría hecho el trato él mismo.
—Pues incluso así no deberíamos firmar un contrato muy largo. Ve tú a saber las sorpresas que nos podamos encontrar después.
Ramsés habló por teléfono al casero y aceptó un trato por seis meses sin compromiso de renovación, lo que no era mucho tiempo y tampoco resultaba poco. Iniciamos la mudanza al día siguiente.
Sin amigos realmente cercanos a quienes informar del nuevo domicilio, inauguramos la casa con un paquete de seis cervezas y una pizza a domicilio. Era la enésima vez que nos mudábamos desde que nos volvimos compañeros de vivienda en la universidad y por mucho, se trataba de la mejor casa que habíamos logrado rentar, además de que el precio era inmejorable. Los problemas, por supuesto, no tardaron en surgir lo que, dicho a ciencia cierta, ya veía venir desde que escuché por primera vez el monto del alquiler.
—Hay una cosa en el jardín, hay una cosa, una cosa, en el jardín –repetía Ramsés mientras me sacudía por los hombros. Entró a mitad de la noche en mi habitación sin que lo notara y lo que me despertó fue el brusco movimiento con el que intentaba sacarme de la cama, no así la voz que le salía a duras penas con su habitual nasalidad.
—Ahora qué coños te pasa, carnal. ¿Te metiste algo?
—Nada, te lo juro —no le creí—. Ven a ver, hay algo en el jardín.
—Debe ser un gato —me di la vuelta sobre la cama y apreté las sábanas a mi cuerpo. Hacía un poco de frío.
—Tienes una linterna, ¿verdad? —Ramsés me dejó en cama y se puso a revolver las cajas que aún no terminaba de desempacar.
—Prende la luz del jardín y se va a ir.
—Es cierto —la idea le pareció buena y salió a toda prisa para ahuyentar lo que fuera que lo había puesto nervioso. Intenté recordar lo que estaba soñando con la esperanza de volver a alcanzar la imagen mientras la oscuridad bajo mis párpados se extendía al resto de mi cuerpo. Una maldición lejana que se repitió una y otra vez me hizo incorporarme a medias.
Pude escuchar la voz de Ramsés, luego una puerta que se abría. Después pareció que toda la clase de la antigua facultad había decidido armar un slam en el jardín trasero, un vidrio estalló como un relámpago y a cada azote le acompañaba una maldición entrecortada. No pude más, tenía que ver lo que fuera que estaba provocando aquel desmán a mitad de la noche.
La imagen en el patio me hizo pensar en una pequeña explosión cuyo resultado podría haberse apreciado en la contraportada de un periódico local: Ramsés tenía el palo de una escoba roto por la mitad elevado con ambas manos en el aire, una ventana que daba al jardín lucía como una boca accidentada de dientes transparentes, varias macetas esparcían tierra y plantas por la hierba y todavía caían flores del limonero como para cubrir el camino al altar en una boda.
En el rostro de Ramsés se mezclaban sangre y sudor mientras que del palo roto se escurría una mancha negra que se coagulaba mientras avanzaba por la madera. A los pies de mi mejor amigo, la pequeña figura lucía un rostro avejentadísimo de barba abundante apelmazada por fluidos que antes manifestaban su vida y en la pequeña mano derecha con la que concluía una breve extremidad se encontraba fuertemente agarrado un rastrillo para hojas de tamaño adecuado para su dueño.
—Mierda, Ramsés, mataste a un enano.
—¡Qué va a ser un enano!
—Pero mira el tamaño que tiene, ¡claro que es un enano!
A Ramsés todavía no le regresaba la respiración regular. Estaba excitado y temblaba. Se dio media vuelta tan rápido que el vómito que salió expulsado desde el fondo de su vientre voló casi hasta mis pies y hubiera bañado al pobre despojo de no haberse contorsionado con tal velocidad. Medio repuesto, apoyando las manos en las rodillas y con la improvisada arma mortal olvidada a un lado, Ramsés miró hacia su obra, tétrica por inesperada, impactante por su tamaño.
Rodeé el camino de bilis e imité a mi amigo. Puse las manos en las rodillas, me incliné y vi con detenimiento al muerto. Sus ojos eran azules, aunque uno estaba completamente cerrado, el otro se había salido de su órbita y miraba hacia el limonero aunque la nariz apuntaba, redonda y colorada hacia el cielo, sangrando ya sin pulso. Los mofletes se ocultaban bajo la algodonada barba y en el cabello alborotado y blanco aún se adivinaban vetas de lo que debió ser un rojo intenso. Un pequeño saco de pana con parches en los codos le cubría el torso, mientras que los tirantes habían perdido su ajuste seguramente en la refriega. Los pantalones le apretaban en la abultada cintura y se holgaban a lo largo de las cortas piernas que terminaban en pequeños pies calzados por fuertes botas de cuero ennegrecido. Para mí, a todas luces, era un gnomo.
—No mames, Ramsés, lo mataste. Estas cosas te dan deseos y tú lo mataste.
—Los troles dan deseos, ¿no?
—También los gnomos, creo. Aunque eso ya no importa, está bien muerto. Hasta le sacaste un ojo.
Una arcada hizo que Ramsés dejara de ver al gnomo muerto y sacara todavía una buena cantidad de jugos gástricos que apenas se notaron sobre el verde de la hierba del jardín.
Me hice del arma de Ramsés El Defensor y estirándola hacia el gnomo aparté un lado de la chaqueta para ver si encontraba algo.
—¿Y qué te hizo el pobre como para que le abrieras la cabeza a palazos? —le pregunté a mi amigo.
—Pues… estaba ahí, barriendo las hojas, en la oscuridad… en nuestra casa. ¿Qué me hizo? ¡Me dio un susto de mierda! Eso me hizo y –se interrumpió para echar otra buena vomitada en lo que ya era un charco de bilis, mocos y restos de pizza y cerveza.
—Nos estaba arreglando el jardín, pinche Ramsés. Mira cómo lo dejaste al pobre.
—¿Qué voy a hacer, carnal? Maté a un gnomo. ¿Qué voy a hacer?
—Podríamos hablarle a la policía, decir que fue en defensa propia. Mira, tiene un rastrillo para hojas en la mano, hasta podrías decir que intentó atacarte.
—No-ma-mes —me escupió Ramsés El Inmisericorde y me temí que pudiera vomitar de nuevo. Apenas eructó, así que ya no le quedaba nada en el estómago.
—Pues no lo vamos a dejar a que se pudra sobre el jardín, ¿verdad?
—Claro que no, pero tampoco podemos llamar a emergencias y decir “señorita, un gnomo se me ha metido a la casa y lo he cagado a palos”, van a hacer preguntas, pasaré la noche ante un juez seguramente y toda esa vaina. No, no, no, eso sí que no. Además hay que trabajar mañana.
—Podríamos enterrarlo —me atreví a buscar bolsas en la ropa del gnomo, quizá cargaba con oro, uno nunca sabe.
—¿Aquí, en el jardín?
—A menos que quieras envolverlo en la alfombra de la sala y salir a buscar un mejor lugar como quien va a tirar la basura a mitad de la noche. Eso seguramente que es menos sospechoso que llamar a Emergencias.
—¿Tenemos una pala?
Y claro que no teníamos una pala, así que tuvimos que empezar por ablandar la tierra con las dos mitades del palo de escoba y terminamos por hacer un agujero detrás del limonero con nuestras propias manos. A mí ya se me empezaban a formar ampollas en las palmas y en cuanto a Ramsés El Aniquilador, que cavaba tan rápido como los temblores le dejaban, la sangre del gnomo y la propia se le habían mezclado ya entre los dedos.
No pude convencerlo de ser él quien pusiera el cadáver en la tumba, así que me vi obligado a hacerlo yo mismo.
—Quizá deberíamos decir unas palabras —sugerí, muriéndome de frío. Estaba en pantalones cortos y una playera de algodón cuando eran casi las cuatro de la mañana y el sereno caía constante sobre nuestras cabezas.
—No, nada de eso. Ya, echémosle la tierra.
Y lo hicimos. Un montículo mudo daba la seña del lugar donde estábamos ocultando nuestro crimen. Lo mejor era dormir así que yo me encaminé a mi habitación. En mi baño me quité la tierra de las manos y la cara, me acosté y antes de lograr quedarme dormido, alcancé a escuchar el sonido constante de la regadera en el cuarto vecino, donde Ramsés El Despiadado trataba de quitarse la tierra, la sangre y el asco con agua caliente y jabón.
Comíamos en silencio panes tostados untados con frijoles, de pie en la cocina, yo apoyado contra el fregadero y Ramsés junto a la alacena a la mañana siguiente cuando el ding-dong del timbre clásico con que contaba la casa sonó, primero una vez y luego de una pausa, en repeticiones sin descanso. Cuando me asomé por la ventana empecé a temerme que Ramsés El Exterminador iba a vomitar los frijoles sobre toda la casa.
Una pequeña mujer con un vestido rojo, sonrosadas mejillas infladas que casi ocultaban un par de ojos azules y pelo cano cubierto casi por completo por una gorra de flores, se secaba el llanto que le rodaba por el redondo rostro con un pañuelo mientras era custodiada por dos altos policías morenos, uno de los cuales parecía pegado con cemento al timbre y ambos con una mano en la pistola reglamentaria que esperaba en sendas fundas a la cintura.
El policía de peor expresión dejó de hacer presión sobre el timbre cuando vio mi rostro asomarse por la puerta, lejana a un par de metros del portón de hierro forjado.
—¿El dueño de la casa?
—No el dueño, soy inquilino. ¿Le puedo servir en algo? -ya me temía lo que venía pero actué con toda la inocencia que me era posible.
—Nos han reportado un crimen en esta vivienda y necesitamos entrar –el policía con la expresión menos severa puso su nariz entre los barrotes mientras me hablaba.
—Claro, si me muestra una orden…
—Aquí está la orden, ¡malparido! –el que había tocado el timbre ahora usaba su mano libre para hacer ondear la hoja de papel sobre su cabeza.
Volteé hacia el interior de la casa, Ramsés me miraba con aterrada expectación. Está de más decir que la vieja gnomo (¿o era gnoma?) pasó frente a mí custodiada, como si conociera la casa a la perfección y mostró sin titubear la imperfección en el jardín donde la tierra se abombachaba producto de un vientre generoso que yacía inerte antes de poder empezar a abonar los árboles.
—Ahí, señor oficial, ahí está mi pobre marido muerto. ¡Él, que era tan bueno!
Ni duda me cabía que seguramente era bueno el viejo gnomo. Los oficiales nos esposaron a los dos, aunque Ramsés El Vomitador hizo lo suyo salpicando los zapatos de los oficiales que si ya le tenían aversión de antes, ahora no se midieron en empujones hasta que no lo tuvieron en la cabina de la patrulla.
Un viejo conocido de la universidad, que había resultado muy buen abogado una vez titularse, logró sacarme a mí después de cuatro meses de una condena que debió ser más larga y que se conmutó por buena conducta. Pero a Ramsés El Convicto no le fue tan bien.
—Pinche Ramsés, ¿cómo se le ocurre matar a un gnomo? Ya ves, mi buen, con eso aprenderás a no tomar una oferta que parece demasiado buena para ser verdad. Esas cosas vienen con truco —me aleccionó mi abogado mientras se guardaba unos papeles en un maletín.
—Nos condenaron muy rápido, ¿no crees?
—Así son las cosas cuando se trata de gnomos, mi buen.
El abogado me regaló un cigarro antes de despedirse. Caminé por una banqueta mientras consumía el cigarro y seguí así por un rato. En algún momento estaba de nuevo en plena ciudad, frente a hermosas residencias con aún más bellos y cuidados jardines. Empecé a preguntarme cuánto me costaría la renta de una casa así.
0 comentarios:
Publicar un comentario