miércoles, diciembre 2

Yo no escuché el teléfono sonar



La cafetería usa la acera para extender el servicio hacia la calle. Tres mesas con cuatro sillas cada una y aunque eso no sea otra cosa que una violación a los reglamentos municipales, nadie se queja y es bueno para el negocio. La gente demanda lugares para sentarse y poder ver a una distancia segura el parque y su atestado ir y venir.
Decidí sentarme en una de esas mesas a esperar. Eché una mirada al reloj y después encendí la pantalla del móvil y una vez más, vi hacia el reloj. Una compulsión de muchas. Faltaban aún dieciocho minutos para las seis de la tarde.
—Americano —dije, antes de que el joven que dedicaba sus tardes a atender las mesas de la cafetería tuviera oportunidad de dejar la carta. ¿Qué había puesto en el mensaje? Hablar, ponerse al corriente, conquistar el mundo. A mí la sola idea de encontrarnos de nuevo me causaba una ansiedad que me obligaba a buscar insectos sobre mi rostro, una tensión sobre los omóplatos que me estrujaba en pequeñas convulsiones. No obstante, me había obligado a hacerlo. "Hazlo", me había dicho y tras responder el mensaje acepté el lugar y la hora.
Las tardes son muy tranquilas de un tiempo a esta parte. Viéndolo así, tomar un café frente a un parque es una cosa inocente y necesaria, como poner alcohol a una rodilla raspada.
El reloj, la pantalla, de nuevo el reloj. Apenas habían pasado treinta segundos. Seb es un idiota consumado, pero habíamos hablado muchas veces al respecto de ese otro tema en distintos lugares y ocasiones.
—A vos lo que te conviene es irte. Agarrá una maleta, echá lo que bien quepa y andate, nadie te está agarrando. ¿Alguien te está agarrando? No, ¡nadie! ¿Para qué te estás quedando?
–No tiene nada que ver con eso, Sebas —le decía, como queriéndole explicar la cuestión pero sabiendo que no aclaraba nada—, es una cuestión de principios.
—Puro bluff.
—También puede ser.
—¡Andate! Andate te estoy diciendo. ¿Tienes dinero? Igual da si no, pedí prestado y te vas. Yo me fui, ¿te acordás? Me fui ocho años y era un chamaco. No sabía ni adonde ir pero me fui. Un camión, una maleta y ¡pum! Ya estaba yo lejos. Primero Oaxaca, en los camiones esos de los maestros. Tres meses en Huatulco después, de mesero y de mísero, porque comía sopas en vasos de cartón y dormía en una bodega. Y luego seguí y seguí y seguí, hasta que volví acá.
—No parece muy agradable cuando lo cuentas tú.
—¡Ese no es el punto! El chiste de todo es irse, no importa adonde ni para qué. Irse es el medio y el fin. Lo pensás demasiado.

Después de la doble confirmación, vi que aún faltaban quince minutos y medio para las seis de la tarde. Lo más seguro es que Seb tuviera razón en aquello de irse y yo iba a irme. No sabía muy bien adonde. Tampoco tenía muy claro cuándo. Lo único que sabía era que quería hacerlo sin decirle a nadie. Aunque esa solitaria y clara decisión flaqueó al medio día con aquel mensaje. Hablar, ponerse al corriente, conquistar el mundo. Todo desde una mesa de cafetería. En la boca de la taza de café el vapor subía en volutas que se burlaban con su agilidad. Corro más rápido que tú, decía el vapor abandonando la profundidad amarga de la taza. Era cierto. Se burlaba y se iba.
Apuré el primer sorbo y la superficie de mi lengua reclamó con ardor. Un niño se sentó sobre su caja de bolear zapatos y puso mi pie derecho en posición para empezar la tarea.
—¿Y cuándo es que se va?
—Hoy, mañana, no después de pasado.
—Yo también quisiera poder irme —el niño trabajaba sin concentrarse, sus manos sabían lo que hacían y él las dejaba obrar como si se trataran de las de otra persona. No recuerdo haberle pedido que lustrara mis zapatos pero tampoco quise interrumpir su mecánica y prodigiosa eficiencia—. No todo mundo se puede ir cuando quiera.
—Mi amigo Seb dice que sí.
—Si usted estuviera enfermo o muriendo de hambre, no se iría.
—A lo mejor tendría más motivos para irme.
—A lo mejor —el niño puso una capa y luego otra de grasa, con exacta velocidad en los flancos del zapato. Esas manos tan ajenas a él mismo se volvieron borrosas en el aire mientras aplicaban el brillo a la desgastada piel del calzado. Par de cometas ennegrecidos, terminaron la tarea con la gracia que muestra la maestría construida a fuerza de la costumbre. El niño dio un par de golpes en la punta del zapato para llamar al otro pie. Obedecí.
—Es algo serio. Me refiero a eso de irse.
—No es tan serio como parece —el niño subía la vista. La boca era una costra que asemejaba una sonrisa en el rostro moreno. Toda la máscara era una error: mientras los ojos miraban con serena profundidad, la mueca de la boca interrogaba risueña. Era el divertido rostro más serio del mundo. Seb podría aprender mucho con solo ver esa cara que alimentaba al sol.
Otro niño, casi idéntico, un poco más delgado y alto, llegó y se asomó a ver el trabajo del primero. Le dijo algo, seguramente en tsotsil, aunque no me atrevería a intentar adivinar qué. Intercambiaron frases. El primero no dejaba de trabajar, el segundo observaba y apuntaba.
—Dice que me estoy tardando mucho y que tú también —explicó el que trabajaba en mis zapatos—. Y dice también que no van a venir a verte, que mejor agarre usted su camino —el niño volvió a subir la mirada al tiempo que daba dos golpes a la punta de mi zapato para indicarme que había terminado el trabajo. Me pedía que bajara el pie. Obedecí.
—¿Y él cómo sabe?
—¿Cómo no iba a saber?
—Tienes razón —aunque con palabras resignaba, la fuerza de mis compulsiones llevó mi mirada hacia el reloj y la pantalla. Ya solo faltaban siete minutos para las seis de la tarde— dile que gracias.
Kolabal.
—¿Qué?
—Así se dice, podes dárselas vos.
—Kolabal —repetí, dirigiéndome al otro niño. Se rió, dijo algo más y le pegó un puño en el brazo a mi compañero antes de irse caminando.
—Dice que eres tonto. O que pareces tonto.
—En eso puede que tenga razón.
—Veinte pesos.
Deposité el dinero en la pequeña mano.
—Puedes irte o no irte. Lo que hagás está bien si es lo que querés hacer.
—Gracias. Quiero decir, kolabal.
Se rió antes de irse mientras trataba de acomodar las monedas en su pantalón. Durante los siguientes minutos di de sorbos al café y fumé cigarro y medio, con la paciencia mecánica de siempre. En punto de las seis dejé lo correspondiente a la cuenta y me puse de pie para irme. En el camino el teléfono empezó a sonar. Yo ahora intentaba decidir si quedarme.

0 comentarios: