Esto era una naufragio
y aún así, puse velas en mis brazos
para que se hincharan al viento.
¿Adónde dijimos que estaba el norte?
No por el barranco al que tiré la brújula,
vaya ancla
cuyas cadenas terminaban en mi pecho.
Esta era la advertencia desde el principio
y nadie, salvo yo, hizo caso.
Porque el desastre, como una mano
deslizándose con precisión quirúrgica
entre la carne,
no era tan monstruoso comparado con la veda.
En la ciudad todo se hunde.
Y nos sacamos la vida de las costillas
para lanzarla, balsa espectral,
esperando que alguien la vea y se salve.
Siempre algo de nosotros
sale a flote
aunque deje olvidado en el fondo al cuerpo.
Esa ola que chocará contra las ventanas
va a arrastrar lo que queda
aquí.
Toda advertencia es también, siempre,
una profecía que se cumple deformada.
Ante la espuma amenazante alguien grita.
Sálvese quien pueda.
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