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miércoles, abril 29

Espejo.

Sobre la superficie del agua estaba aquel rostro. ¿Quién era? La piel ondeaba como una bandera dispuesta al viento, aunque ésta se sostenía sin esfuerzo sobre el espejo líquido. Ahí estaba, con sus ojos cafés, con aquella deformación horrible junto al ojo izquierdo, las cefas pobladas y el entrecejo fruncido, la nariz grande aunque proporcionada terminando curiosamente redondeada, los labios no muy gruesos aunque definidos y la mandíbula un tanto redondeada.
Miraba, con aquella expresión entre enfadada y triste, hacia arriba, pero no al cielo. Me miraba a mí. Tercamente me miraba. ¿Porqué lo hace? Hubiera querido saberlo, descifrar su mirada que no se alejaba no importaba cuanto me esforzara en repelerla.
De hecho, tanto más lo miraba, con mayor fuerza me sostenía el contacto visual. Y sin embarjo, más allá de aquellas pupilas bordeadas de café, estaba esa ruta de tristeza que llevaba hasta sus adentro. Parecía querer comunicarme algo. No sé bien qué.
Y yo tampoco sabía cómo preguntarle, pues dudaba que fuera a responder, al menos, no con palabras. Así que no moví los labios, además de que en los dos intentos que tuve por proferir alguna frase, él hacía lo mismo desde su sitio. Como si intentara interrumpirme justo cuando pensaba abrir la puerta de las preguntas en busca de la respuesta que tanto ansiaba.
Él siguió ahí. ¿Cómo iba a reconocerlo, después de todo? ¿Cómo reconocerme? Si en todo este tiempo, perdí hasta el nombre, mis pies cambiaron y anduvieron caminos -tanto los propuestos como los que el tiempo y el azar dispusieron para ellos-, mi figura se transformó, y de tanto ser aquí y allá, terminó siendo otra persona.
Así era. Ese de ahí mirándome era yo. Cualquiera lo habría sabido desde mucho antes, pero yo no podía.
Y sin embargo, si cualquiera hubiera tomado mi lugar, también habría visto un rostro desconocido, irreconocible, extraño.
Dejé el lago después de un rato, me adentré entre los arbustos hasta salir de nuevo al camino, extendí la mano. A la espera. Sabía que pronto -esa era la esperanza, la apuesta en juego cuando me encaminé a la orilla- escucharía los pasos delicados de alguien que volvería a acompañarme.

jueves, febrero 12

Hiel y jaqueca

Me pregunto, a estas horas, cuando las aspirinas no han hecho ni madres por mí -ni conmigo-, justo en este momento y no en otro, como si de verdad importara, cuando todavía puedo paladear la hiel, un tanto por impotencia, otro más por simple deporte extremo, sí, justo aquí y ahora, en este sitio que no es el mejor del mundo, donde me ahogo un poco cada día, donde mi cabeza no funciona como debe, si, jajajá, justo aquí -me gusta el sonido estridente de mi risa, la forma en que rompe la tranquilidad de las salas de cine, la manera en que delata que es mía y de nadie más, nadie puede reírse con las ganas con las que lo hago, nadie, mi risa me gusta, quisiera tener risa para regalar-, mientras me palpita el lado izquierdo del cerebro, mientras se hincha mi sien de manera imperceptible para todos pero no para mí, mientras deseo fervientemente un algo de qué asirme en este instante, barca, madera, ancla, con los ojos ardientes, ardorosos, ardidos, con el sueño revoloteándome en la garganta como un eructo, con los pies sudorosos, con el hambre congelada, la sed echa jirones por la cocacola, con el asco del cigarro, el mareo, con los achaques propios del estrés, del desgano, con las ganas de reventar madres por mero gusto, por venganza, por nadamás, aquí, sí, ahora, así, me pregunto, si algún día...

miércoles, enero 21

Un poema para niños...

Un día quise escribir un poema para niños.
Terminé escribiendo un poema como un niño.
Terminé llorando.
Por escribir como niño.
Por pensar otra vez como niño.
Por recordarme cuando era niño.
Por reconocer que antes, cuando niño:
soñaba, amaba, imaginaba, volaba, jugaba, corría,
no había hambre ni sed que durara, ni mañana que significara algo,
ni recuerdos malos ni buenos, solo recuerdos acomodados en cajones,
solo besos en las mejillas y sonrojos, dulces, exploraciones a los zaguanes,
pelotas perdidas en el atardecer que nunca aparecían de nuevo
(¿a dónde habrán ido a parar?),
solo despertares y caminos a la escuela,
calles llenas de hoyos que eran una aventura,
televisiones monocromáticas con caricaturas una hora al día,
juguetes del mercado que eran los más bellos del mundo,
árboles gigantescos que escondían amenazantes panales de avispas,
incursiones nocturnas al patio después de la lluvia para cazar hormigas
que se tostaban al comal y se comían con limón y sal,
refrescantes vasos de maíz y cacao que sudaban entre las manos,
espejos rotos sin intensión y castigos que duraban un amago de llanto,
uñas negras después de construir fortalezas en la tierra,
miradas que curaban, pesadillas que se esfumaban con un abrazo,
rivalidades que terminaban a la hora de la comida,
lealtades sin colores ni banderas,
retos deportivos que terminaban con rodillas raspadas,
los pasteles más ricos del mundo.
Quise escribir un poema para niños y recordé cuando fui uno
y lloré por ese niño, aprisionado dentro de mí,
regañado y triste, que siente miedo de soñar.
Así que abrí la puerta y lo mandé a jugar.