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miércoles, marzo 25

En el lado izquierdo

Reminiscencias de un hombre con mano en el pecho
Emiliano Vilani (2005)
Tinta sobre papel

Aquí empieza el ritual
aunque ya no tenga sentido
(secuestraron la ofrenda y las tiendas ya cerraron,
también borraron mi nombre de varias puertas):
Zurcir la carne ahí donde había hecho
el hueco para que entrara tu mano
y en cada puntada
una bendición como un beso.
Tal faquirismo puede resultar exagerado,
porque, ¡estamos en 2015!
y ha de suponerse que somos civilizados,
que entendemos el aura fracturada de nuestro tiempo
tan desechable,
pragmática.
Este sacarse las uñas y escocerse el aliento
parece tan pasado de moda,
y más aún si anteponemos el hecho de que ya no somos unos niños.
Pero, ¿qué importa?
Más catástrofes se tuvieron que invocar
para que tu mano se abriera paso en mi pecho,
¿y no era acaso esa sensación de la carne viva,
tan retro ella, tan del siglo pasado,
por la que a final de cuentas habíamos descarrilado la primera vez?
Una puntada a la vez,
el hilo que junta los bordes de la piel
late.

jueves, junio 25

El hombre vacío.

Se dio cuenta de ello tan pronto concluyó el trabajo que le había tomado varios días y sus noches. Dejó caer suavemente las manos sobre los muslos y adoptó una expresión dubitativa. Era como si contemplara la última creación. Y así sería, no habría otra.
No es que lo supiera en ese instante preciso. En realidad, fue tras unos cuantos minutos cuando, sonriendo, se preguntó qué vendría después. Siempre hacía ese rito. Empezar, avanzar como loco hasta terminar la obra y, después, observar lo creado para preguntarse ¿qué es lo siguiente? Alguna idea, una ave en vuelo lejano o una rapaz veloz atravezaba su mente y le dibujaba un rápido boceto de lo que vendría, en efecto, con un poco de trabajo en el futuro. Pero esa vez no vino ninguna idea. Ni la mitad de una. Ni la semilla de una. Era simplemente la nada.
Incluso la pregunta que se había hecho desapareció de su mente luego de darse cuenta de que ninguna idea anidaba en su memoria. La pregunta desapareció como si nunca hubiera estado ahí.
Luego vio los papeles acumulados sobre la mesa y, contrario a la costumbre, no los juntó para releerlos lentamente en algún lugar de la casa. Simplemente los vio como un objeto extraño y su semblante cambió de meditabundo a extrañado. Su cabeza intentaba preguntarse qué eran aquellos papeles pero el cerebro no lograba conectar las palabras para formular aquella cuestión.
Tuvo deseos de levantarse y lo hizo, más automática que conscientemente y caminó hasta la ventana. Afuera lloviznaba y se hubiera preguntado cuánto tiempo llevaba cayendo el agua, pero las palabras no aparecieron en su mente, ni se le dibujo un pensamiento que pudiera referir la melancolía que esa lluvia causaba en su pecho.
Una ligera punzada le atacó el estómago. Era hambre, pero no la reconocía. Sólo tocó con la yema de los dedos el abdomen por encima de la ropa sin entender realmente qué pasaba con su cuerpo. Fue entonces consciente de sus dedos, de sus manos, de sus brazos, de su pecho, de toda aquella masa de músculos y huesos en que se sostenía.
Era una persona, no lo entendía pero un pequeño resplandor de pensamiento se lo avisaba. Sin embargo, su nombre no surgía entre los pliegues del recuerdo. Se habría cuestionado sobre su identidad, pero aquello carecía de importancia porque ningún recuerdo acompañaría al nombre.
Caminó por la sala, atravesó la estancia, vio la puerta. Sus ojos se posaron sobre el picaporte. El cuerpo le temblaba ligeramente y la mano se extendió hacia la perilla como si el músculo supiera qué hacer, pero con los ojos solo podía seguir el movimiento automático de cada parte de su cuerpo en acciones que él no mandaba porque ni siquiera sabía que podía tener control sobre la materia en la que se encontraba contenido.
El frío del viento, la cosquilla de la lluvia alcanzaron su rostro. Sus pies, calzados por unas pantuflas delgadas, avanzaron entre la tierra lodoza. Tan solo después de unos metros, el calzado había quedado atascado y él se alejaba con los ojos abiertos, sin mirar hacia ningún lado porque desconocía que podía mover la cabeza para orientarse, era ajeno al hecho de que sus párpados podían accionarse para limpiar el agua que caía sobre ellos.
Y hubiera respirado, de haberse guardado en algún punto de su mente el recuerdo de hacerlo.

viernes, junio 12

Insensible.

Despertó sobresaltado, seguro de que algo había pasado antes de que el velo de la inconsciencia cayera sobre sus ojos y le borrara las ideas del pensamiento. Su torso se irguió con rapidez y un fuerte mareo le martilló justo en la frente, donde anidaban las primeras trazas de la lucidez.

Parecía que había estado postrado en un lecho, pero la superficie sobre la que se encontraba era dura. No obstante, había un desnivel y si lo hubiera percibido adecuadamente con sus pies, no habría caído a la tierra amarga y su rostro no se hubiera estrellado en el suelo.
Saboreó el polvo y la sangre que empezaba a emanar del interior de su boca. Salado y amargo a un tiempo; sus ojos percibían formas a través de la oscuridad del lugar.
-¿Dónde estoy?
En su cabeza, apenas despierta, cayó como una rondana metálica en un enorme cuarto vacío el pensamiento tintineante de que esa pregunta, en situaciones como en la que se encontraba, siempre buscaba a un interlocutor que nunca se encontraba. Era la autodelatación de la esperanza.
Justo como lo esperaba, nadie respondió.
Intentó incorporarse, su cuerpo estaba boca abajo y le extrañó que, pese a sus esfuerzos, no pudiera moverse. Algo faltaba. Sus brazos. ¿Dónde estaban? Intentó manotear, empujar, golpear, sacudir. Nada. Solo su torso se movía inútilmente en medio del polvo y en la boca la sangre se abultaba empezando a formar coágulos que escupía de tanto en tanto.
Rodó hacia un lado con fuerza y cuando logró apuntar la cara al techo del lugar, algo cayó con torpeza en su pecho.
"¿Qué es? ¡Un animal!", el pensamiento pasó como relámpago por su mente al sentir aquella cosa viscoza que pesaba sobre su pecho, abdomen, que caía como rodando hacia un lado. Respiró, pensando que aquello, lo que fuera, se había ido.
Flexionó el cuerpo hasta que logró sentarse y, ahí estaban, inmóviles, completamente insensibles, brazos y piernas.
-¿Por qué no se mueven?
Ordenó a cada miembro hacer movimientos. A los brazos flexionarse, a las piernas encogerse, a la mano fruncirse en un puño, y sin embargo, nada pasó. Agitó el cuerpo y vio aquellos tentáculos a sus costados agitarse sin oponer mayor resistencia que su propio peso.
-¿Por qué? ¿Por qué? -empezó a gritar, una y otra vez, hasta que creyó escuchar el eco de su propia voz. Cayó en la cuenta en que seguía sin saber dónde se encontraba.
Quizá sus brazos se hubieran adormecido, tampoco podía saber cuánto tiempo se mantuvo inconsciente así que era probable que las extremidades sólo estuvieran atrofiadas de forma temporal.
Se concentró en su brazo derecho, lo vio con detenimiento. Parecía ajeno a su cuerpo. Envió la orden desde su cerebro. "Muévete, muévete". Pensó en estrujar una hoja de papel entre sus dedos y casí creyó que las falanges empezaban a moverse. Al poco, desistió.
Debía probar con las piernas. Las vio fijamente, intentando ordenarles una ligera flexión. Estuvo así por varios minutos, demasiados tal vez, hasta que, desesperado, agitó el cuerpo y gritó cayendo sobre sus espaldas, dando giros, convulsionando en la tierra presa de la furia, olvidando la hemorragia en la boca, despreciando su ser inútil y atrofiado, hasta darse cuenta de que con aquellos movimientos avanzaba a través de la oscuridad.
Aquello lo obligó a tranquilizarse. Quizá esa fuera la manera para encontrar la salida.
Agitó el cuerpo como un gusano, apoyaba la barbilla en la tierra a forma de palanca y encogía el cuerpo hasta formar un arco. A veces, las piernas dormidas lo obligaban a caer sobre un costado pero no desesperaba. Seguía adelante. Se movía tentando con el cuerpo el territorio al que se adentraba. Le pareció percibir una elevación, un pequeño requicio de luz y, al final, una serie de líneas verticales.
Conforme se acercaba, empezó también a notar algo diferente en su cuerpo. Como si fuera más flexible, prácticamente se había acostumbrado a aquel movimiento al principio torpe.
Ahora, en lugar de apoyar el rostro contra el suelo, movía siseante la columna y ganaba velocidad en lugar de avances torpes y lentos. Casi con un movimiento natural vio lo que su mente aletargada y entregada al éxtasis del movimiento reptante definiría como los barrotes de una celda.
Del otro lado el espacio iluminado. La meta anhelada.
Cuando la cabeza alcanzó la luz, los ojos de pupilas alargadas parpadearon con rapidez y alegría. Hubiera gritado, pero la lengua bífida prefirió oler el aire antes que expresar felicidad. Y el cuerpo antes humano, serpenteó hacia el mundo desconocido que se le ofrecía.

viernes, mayo 29

Límite de velocidad.

¿Por qué lloraba? No era importante el hecho de llorar, sino sencillamente el por qué. Parecía un absurdo. Una estupidez que algo así le nublara los ojos con una hemorragia de lágrimas que arrastraban, a su paso, los pigmentos del delineador de ojos convirtiendo su rostro blanco en una máscara surcada por dos ríos negros.

Sus sollozos se convulsionaban en el pecho y alcanzaban la garganta con una serie de sonidos que parecían el anuncio de una arcada. Pensar en la relación entre el sonido y sus movimientos le hizo tener una acomedita de asco. Casi sintió la bilis alcanzando su garganta, un hilillo agrio rosando su paladar.
Sentirse así de indefensa le hizo entrar en un total arrebato de furia contra sí misma, contra el mundo, contra ellos. La zapatilla apretó más insistentemente el pedal como si con ello pudiera acallar la ira. El ruido del motor aumentaba, ni siquiera pensaba en hacer el cambio de marcha, sólo quería presionar con el pie aquel pedazo de caucho que alimentaba a la máquina con oleadas de gasolina haciéndolo rugir, cada vez más, como un animal a punto de que sus huesos salgan de las coyunturas.
Se pasó el dorso del brazo por los ojos intentando aclarar la mirada, desterrar la nubosidad en la que se convertía el llanto, pero era inútil. Los colores se perdían en la riada negruzca de su maquillaje, una pestaña postiza se balanceaba ya a la orilla del párpado derecho; de la nariz brotaban mocos y exhalaciones aceleradas y en la boca todo se juntaba, llevando un sabor salado a la comisura de los labios entre abiertos, en una boca dentro de la que castañeaban los dientes.
El amplio bulevar describía una ligera curva que ella no tomo sino hasta el último momento. Pareciera que aquella maniobra había servido para atrapar la primera gota de una lluvia que azotaría toda la noche. Del cielo brotó un segundo llanto que pronto cubrió el parabrisas empolvado, descorriendo el maquillaje de la vieja máquina.
Un disco metálico marcaba "80km/h". Ella lo habría visto en una noche normal. Incluso habría segudo la indicación en una noche normal. Pero en ésta no. Ni vio el disco. Ni tenía intensión de retirar el pie del pedal. Ni veía nada más que las gotas precipitándose-saliendo hacia el parabrisas-desde sus ojos.
No veía. Sólo lloraba. Gemía dentro de la cabina del auto. Se revolucionaba su pecho como un motor acelerado. Vómito, lágrima y grito al mismo tiempo se volcaron sobre el volante. Blasfemia y lamento al mismo tiempo se derramaron junto con la materia gris. La última convulsión de su cuerpo lo maldijo todo, mientras su cabeza salía disparada por el parabrisas, rota en pedazos, tras haber impactado el auto a alta velocidad contra un camión estacionado.

domingo, mayo 10

Inflamación.

No me percaté de cuando empezó a picar. Es una de esas molestias a las que el cerebro responde involuntariamente -¿involuntariamente? en todo caso, debería de ser, inconscientemente, pero, ¿cómo se responde a algo desde la inconsciencia? ¿la conciencia existe? ¿existe la inconsciencia?-. Me pasé el dedo por la zona de piel que empezaba a enrojecerse, muy cerca de mi ojo derecho. Poco a poco, la molestia creció y la noté, palpé con cuidado el área, descubrí la erupción, me acerqué al espejo para inspeccionarla y descubrí el enrojecimiento sumado a la hinchazón. Era extraño que hubiera surgido así, porque sí, en ese preciso lugar. Quizá una alergia. Un piquete. Intenté ver más de cerca. ¿Habrá sido un zancudo? Podría ser, porque ha llovido hace unas horas y es sabido que los mosquitos suelen deambular y buscar sangre después de la lluvia, en realidad son los mosquitos hembras las que se alimentan de sangre para posteriormente desovar en un charco. Pudiera ser que un zancudo hembra buscando alimento se posara junto a mi ojo derecho -¿por qué justamente ahí?- y aplicara el piquete sin que yo me diera cuenta. Cuando se hubo retirado, la comezón empezó a surgir e instintivamente mi dedo se acercó a la zona lastimada para rascar, primero distraídamente, después con mayor insistencia, provocando la inflamación que ahora me molesta tanto.
Veo en el espejo mi ojo deformado a causa de un insignificante insecto. Si me hubiera dado de cuenta -pero estaba demasiado distraído para notarlo- habría podido matarle, evitar que se alimentara de mí, huyera, se reprodujera en una charca; después del proceso natural habría muerto invariablemente, quizá después de picar a uno o dos individuos más. Pero detener esa cadena estuvo en mis manos.
Ahora, nuevos zancudos nacerán en el agua, emergerán de ella y saldrán a alimentarse y aparearse; las hembras preñadas buscarán con su olfato la sangre, encontrarán una zona de piel delgada y picarán ahí, sorbiendo el líquido, hasta hartarse, buscarán a su vez nuevas acumulaciones de agua donde depositar los huevos, se apartarán olvidándolos para siempre -¿un zancudo tiene memoria?- y así, sucesivamente. En mis manos estuvo, ahora lo sé, detenerlo.
Pero no. No me di cuenta del piquete. Ahora soy cómplice de millones de vidas por venir... orgulloso confidente de las que a causa de ellos habrán de apagarse.
Ante el espejo, sonrío.

miércoles, mayo 6

Calima.

A través del cristal, se ve el vapor subiendo por el pavimento. Ese aire que fermenta el aburrimiento, el asco, la fatiga. En mis brazos, la realidad se perla y desliza, hasta caer al suelo, hecha pedazos. No quisiera salir, en serio que no, bajo los ojos están teñidas las prisas que se acumulan cuando el retraso de los trabajadores me hace su presa. Debería sonreír, lanzar un sarcasmo velado, pero en mi ánimo pesan más los sueños inconclusos y los pendientes eternos. También debería de cortar mi cabello para que las arañas no se entretengan tejiendo trenzas que no dejaré concluir. ¿Cuántos grados centígrados hacia la desintegración? Y mejor aún, ¿hacia arriba o hacia abajo? El cero absoluto es ese lejano resplandor helado en el que yo habría de sonreír antes de quedar paralizado. Pero el sol mastica el asfalto, como un chicle que se pega a mis suelas. ¿Hablaba acaso de algo, hace tan solo unos instantes? ¡Ah, sí! Un descuido lo tiene cualquiera, como cuando corté mis uñas antes de salir de casa, para dar de comer a las hormigas un tanto cuanto de mí. Que se diviertan con ellas. Las hormigas nerviosas son las que comen uñas dejadas antes de la cita con el calor del día. Y, amén todo, está nublado. Sea ese el vapor, pues. Que yo, me lanzaré con los brazos abiertos al cálido día, sin dejar de mascullar los intentos por deshacer las convenciones.

miércoles, abril 29

Espejo.

Sobre la superficie del agua estaba aquel rostro. ¿Quién era? La piel ondeaba como una bandera dispuesta al viento, aunque ésta se sostenía sin esfuerzo sobre el espejo líquido. Ahí estaba, con sus ojos cafés, con aquella deformación horrible junto al ojo izquierdo, las cefas pobladas y el entrecejo fruncido, la nariz grande aunque proporcionada terminando curiosamente redondeada, los labios no muy gruesos aunque definidos y la mandíbula un tanto redondeada.
Miraba, con aquella expresión entre enfadada y triste, hacia arriba, pero no al cielo. Me miraba a mí. Tercamente me miraba. ¿Porqué lo hace? Hubiera querido saberlo, descifrar su mirada que no se alejaba no importaba cuanto me esforzara en repelerla.
De hecho, tanto más lo miraba, con mayor fuerza me sostenía el contacto visual. Y sin embarjo, más allá de aquellas pupilas bordeadas de café, estaba esa ruta de tristeza que llevaba hasta sus adentro. Parecía querer comunicarme algo. No sé bien qué.
Y yo tampoco sabía cómo preguntarle, pues dudaba que fuera a responder, al menos, no con palabras. Así que no moví los labios, además de que en los dos intentos que tuve por proferir alguna frase, él hacía lo mismo desde su sitio. Como si intentara interrumpirme justo cuando pensaba abrir la puerta de las preguntas en busca de la respuesta que tanto ansiaba.
Él siguió ahí. ¿Cómo iba a reconocerlo, después de todo? ¿Cómo reconocerme? Si en todo este tiempo, perdí hasta el nombre, mis pies cambiaron y anduvieron caminos -tanto los propuestos como los que el tiempo y el azar dispusieron para ellos-, mi figura se transformó, y de tanto ser aquí y allá, terminó siendo otra persona.
Así era. Ese de ahí mirándome era yo. Cualquiera lo habría sabido desde mucho antes, pero yo no podía.
Y sin embargo, si cualquiera hubiera tomado mi lugar, también habría visto un rostro desconocido, irreconocible, extraño.
Dejé el lago después de un rato, me adentré entre los arbustos hasta salir de nuevo al camino, extendí la mano. A la espera. Sabía que pronto -esa era la esperanza, la apuesta en juego cuando me encaminé a la orilla- escucharía los pasos delicados de alguien que volvería a acompañarme.

martes, abril 21

Dame una canción antes de que salte del puente.

No puedo tomar en cuanta tantas cosas. Como por ejemplo, cuando quise cuajar el cielo con las soluciones a los problemas que no eran míos. La tiza con que dibujé las estrellas se gastó antes de tocar la pizarra negra del cielo y sólo cayeron, como insípida lluvia estelar, los restos dejando un camino que yo no iba a recorrer. Por supuesto, todas las soluciones que no nos competen y que no debimos haber propuesto, son así: quedan como una marca blanca que guía hacia un camino que no hemos de recorrer. Pero no importa, no tiene caso, preocuparse por ellas.
Decía que, tomar en cuenta tantas cosas, es inútil. Como querer dar una explicación científica a la longitud de un verso. Es una cosa que vale el producto de la más pesada digestión e, incluso, menos que eso. Detesto a los enervados que conceptualizan sobre lo inconceptualizable. Acaso, pregunto, al aire pues tampoco tiene caso dirigir a nadie más la cuestión, es necesario enderezar el espinazo para dar con una explicación lógica para una imagen que fue creada, no a partir de palabras -que esas, se crean en el momento- sino de sentimientos, sensaciones, vida, muerte, aliento, uñas comidas, escupidas, levantadas del piso para arañar el aire, o simplemente para tirarlas a la basura; basadas, originadas, germinadas digo, en el filo de una lengua extraña, en la piel atascada entre los dientes, en el vacío de los ojos que no nos miran, en el etcétera contundente que golpea contra las sienes.
Me pierdo, ya lo sé.
Yo sólo estoy aburrido, parado al borde de un puente, esperando que pongas una canción que me guste para que cambie de opinión y, finalmente, deje de mirar y salte.

miércoles, abril 15

Hecatombe.

Y vi ciudades en ruinas, arrasadas por las manos que, impotentes, intentaron edificarlas y que en sus vanos esfuerzos las echaron abajo. Los muros que la rodeaban tenían piedra labrada con huellas de lo que un día fueron bellas figuras talladas y del otro lado se podía percibir aún la fortaleza con que habían sido establecidas las uniones, pero incluso en los puntos que debían ser más resistentes, la roca se había resquebrajado y tanto pilares como cimientos se hallaban quebrantados.
Los palacios y los edificios de comercio estaban abandonados y sus ventanas parecían como cuencas de ojos que habían sido abandonados por el órgano de la visión. De algunas puertas emergían murciélagos, serpientes, insectos y demás alimañas que se refugiaban en las oscuridades interiores y si uno se atrevía a trasponer los umbrales, podían encontrarse los restos de la civilización que había habitado.
Ciudad tras ciudad y muro tras muro visitado era un desastre sin remedio.
Vi calles atravesadas por cuarteaduras y aberturas en la piedra que devoraron a quienes huían.
Y entonces, sonó detrás de la montaña el segundo estruendo. La nube nuclear se elevó ante mis ojos y la ráfaga, el efecto en cadena, meció mis cabellos en el momento en que el impacto alcanzó el promontorio desde el que contemplaba la devastación.
Un niño se acercó a mi lado, lucía las ropas roídas y sucias, la boca carecía de la mitad de la dentadura y su mirada estaba turbada por las imágenes de la ruina. Pero habló claramente diciendo estas palabras:
-Esto es lo que ocurrirá con cada ciudad y fortaleza, con cada gobierno y sociedad, con cada mujer y hombre, con cada familia y gobierno, con cada empresa y proyecto, con cada sueño y pesadilla, con cada ilusión y desencanto, con cada amor y decepción: caerán uno a uno los sueños de las manos que los crearon, como cartas de una baraja marcada para perder, y nadie podrá evitarlo. Porque los artífices estuvieron corruptos desde el principio y su destino era que cada cosa que construyeran o naciera de sus corazones, pereciera y se degradara. Y todavía hay más, pues lo que ves es sólo el principio.
"Los hombres y las mujeres volverán de sus refugios bajo tierra y verán la hecatombe y querrán reconstruir lo derruído. Tomarán la piedra rota y la fraccionarán hasta obtener las trazas, la mezclarán con agua y la colmarán de aire y sueños, entonces edificarán nuevas ciudades pero cometerán el mismo error. Y el mundo se replicará a sí mismo hasta volver a caer una vez más. Y esto llevará 10 mil años".
- ¿Y qué más pasará? -le pregunté al niño.
- Pasará que olvidarán este desastre, lo enterrarán en lo profundo de sus corazones y eso los llevará a cometer el mismo error incansablemente. Crearán dioses que volarán entre las ondas del sonido y de la imagen, abrirán el arcón de sus sueños rotos sólo para tropezar de nuevo, incansablemente, vivirán 2 mil seiscientas noventa y tres generaciones estos hechos antes de que la primera explosión empiece a arrasar de nuevo la superficie, ese será el tiempo. La primera caerá en medio del mayor gobierno y la segunda en el último, y el abrazo del fuego lo recorrerá todo. Los hombres llevarán a sus mujeres bajo tierra y los niños veremos el espectáculo de la devastación. Pero no podremos contárselo a nadie por que nadie nos escucharía. Eso es lo que pasará.
Y vi al niño caminar hasta un árbol muerto que alzaba sus ramas hacia el cielo negro. Entonces lloré, lloré como ése debió haber llorado. Pero nada pasó.

jueves, abril 2

Estabas.

Triste, ausente, comiéndote el techo con la mirada, sin lágrimas cayendo por la orilla de tus ojos, sin nada, con las uñas aferradas a la sábana, con mi cuerpo cercano, preocupados por que el universe se contrae después de tantos millones de años replicando su explosión, concentrándonos en la incapacidad intrínseca del mundo para equilibrarse, en la inefable necesidad del destino, su insensatez, por estrellarse de cabeza contra las paredes, estallando y regando sus pensamientos sobre nuestra cara. Así estabas. Y yo, testigo de mil risas y tragedidas unísonas, no pude llorar por ti.