En algún lugar, con sus ojos amarillos muy abiertos, espera agazapado a mi llegada. Ha de encenderse una hoguera, abrirse el cielo de la noche y congelarse las horas o convertirse en nada mientras él se decide a hablar.
Y cuando lo haga, yo escucharé atento esa larga historia que empezó hace tanto y de la que he sido testigo. Primero debe hacerme recordar lo olvidado, rehacer el camino hasta donde llegamos juntos para evitar que yo me desoriente y me pierda en alguno de los oscuros vericuetos.
Así, de ese modo, hasta que yo esté listo y pueda seguirle escuchando sin que él deba detenerse, tejiendo esa historia junto a mis sueños para que incluso cuando su voz desaparezca yo pueda seguir escuchando.
La hoguera no se extinguirá ni la noche dará paso el día hasta que esta aventura haya terminado.
Él ha sido quien me ha convocado y no de otra manera. Yo no lo traje aquí, antes bien fue él quien me desterró del tiempo convencional para mostrarme ese paisaje del eterno nublado y el atardecer eterno.
Este día, seguramente, empezará el camino para recuperar de nuevo el sol para esa tierra abandonada y maldita; este día comienza de nuevo la historia.
En algún lugar de su mente y de la mía se están desenvainando las espadas, se están apretando las riendas, se ajustan los yelmos, se recuerdan los conjuros. Y yo he de llegar muy pronto ante su hoguera, para escucharle decir todo lo que ha de contar...
lunes, febrero 21
Looking for a monster
martes, agosto 25
Ilsur Pendragon.
El guardia no se había movido de su sitio en la atalaya durante toda la noche. El frío le calaba los huesos y, a ratos, la tentación de arrancar con el pico de la lanza los carámbanos que se alargaban como los dedos huesudos de la noche hacia el piso de dura piedra, le distraía un poco de la mirada vigilante que debía mantener en el horizonte.
Era su castigo, después de todo, mantenerse inmóvil en lo alto de aquella torre, en pleno invierno, lejos de los fuegos que ardían en el interior de la enorme masa amurallada, donde los hombres bebían gustosos la hidromiel y destazaban carneros recién desollados en los rastros de las murallas interiores.
Recordó la voz de Ilsur, Pendragon de las tierras orientales. Recordó, peor aún, y los escalofríos le treparon por la espalda hasta erizarle los cortos cabellos de la nuca, propios de su condición de raso, la mirada violenta con que lo había amonestado. El estremecimiento fue mayor en cuanto las últimas palabras pronunciadas por el rey supremo le resonaron en la cabeza, con la cual pagaría un nuevo error.
Ilsur, Pendragon de Weygnin, era un hombre cuyas palabras no se podían pasar por alto, desobedecer ni tomar a broma. Ahora el raso lo sabía, tiritando de frío en lo alto de la atalaya, con los ojos prendidos en el ardor de la duermevela, casi sin cerrarlos pese al fuerte viento que soplaba desde el norte, hacia donde miraba desde las primeras horas de la noche.
Volvió a pensar en los hombres, en la dicha de la guerra y en la mayor alegría de los tiempos de victoria, en los que se bebía y comía a costa de los enemigos vencidos, se improvisaban cánticos para rememorar la batalla y se acumulaba buen oro.
Él era solo un raso. Adoraba a Ilsur como pocos y le era leal. Pero había cometido un error. Uno solo. Y ése había sido suficiente para que lo mandara a azotar, primero, y después lo confinara a la atalaya, el lugar menos deseado por los vigilantes en cualquier época del año, pero sobre todo, en invierno.
Y ahora no había manera de dejarla abandonada, no en estos tiempos. No, se dijo a sí mismo el joven soldado, de cabello recortado, que se apretó la delgada piel de oso -el que había cazado apenas hace un invierno, cuando no se enlistaba todavía en las fuerzas de Ilsur Pendragon-, para resistir lo mejor que pudiera el frío.
El emplazamiento de la atalaya debía estar en plena oscuridad, sin antorcha alguna que afectara la vista acostumbrada a la oscuridad, ocultando así la posible llegada de enemigos, como los que Ilsur, en sus aposentos, aunque quizá no dormido, esperaba aquella noche.
Y el raso, entristecido por sus recientes fallos ante el rey supremo, no tenía más opción que resistir la helada, estoicamente, todo lo que durara la noche. Quizá a la mañana siguiente Ilsur Pendragon estaría de mejor humor y le levantara el castillo. No, se dijo de nuevo, no hay que albergar esperanzas, no en estos tiempos.
El sonido de unas botas chocando contra las congeladas escaleras llamó su atención. El raso echó una última mirada hacia el norte, una ojeada rápida al oriente, y una más, al final, hacia el poniente, mas no vio nada.
Las botas metálicas que sonaban y hacían eco en las estrechas escaleras oscuras, eran las de Ilsur Pendragon, rey supremo y lord de las tierras de Weygnin, subía a verle a él, un simple soldado raso, condenado en una de las noches más oscuras y gélidas, a vigilar en la atalaya.
El joven se cuadró e hizo chocar el mástil de su lanza contra el pecho metálico de su coraza. Le dolieron los huesos de la mano, del brazo, del cuerpo entero, al hacer aquel movimiento tan repentino con tal de agradar al rey.
Ilsur Pendragon lo inspeccionó de arriba a abajo, con una mirada lenta y un rostro inexpresivo. Frunció después los labios en una expresión que el soldado no pudo definir, cruzó los brazos detrás de la espalda, como complacido, y dirigió la vista a las tierras que se extendían al norte del castillo.
Llevaba sólo la mitad inferior de la armadura y, el torso, cubierto por un grueso abrigo hecho con pieles de zorros grises, blancos, pardos, rojos. Se adivinaban, incluso entre la oscuridad, las cabezas de algunos de los animales que sirvieron para vestir al rey. Ilsur Pendragon veía al norte, parecía disfrutar del viento que soplaba, se distraía con las formas de los carámbanos sin reparar más en el soldado que estaba a sus espaldas, rígido como un árbol, esperando cualquier indicación.
El rey empezó a hablar, analizó los hechos por los cuales decidió castigarlo. Debía haberle matado, dijo, y el raso casi sintió cómo los huesos se le descoyuntaban, no sabía bien si por miedo, nerviosismo o frío. Dijo que no lo había perdonado, que no lo haría, que no pensara en ello, aunque sí le había excusado la pena de muerte, por un tiempo.
Ilsur Pendragon habló, sin mirar al soldado y con la vista perdida en el horizonte, de los tiempos idos, de su juventud, de cuando era solo un heredero al trono imberbe que esperaba la oportunidad para matar a su primer enemigo, cuando soñaba con ser el próximo rey que invadiría los pueblos del norte y que erradicaría a las naciones de los escudos ovalados; soñaba con ser tan ágil como los paladines, tan fuerte como los guerreros del centro-occidente, soñaba, soñaba, soñaba.
En algún momento, Ilsur Pendragon se giró y habló al soldado, le pidió que relajara la posición, que se frotara los brazos para calmar el frío, le pidió su opinión sobre los tiempos de guerra, lo interrogó sobre su cuna, el nombre de su padre, la fortuna que había tenido, si era guerrero o campesino, si su madre había sido esposa legítima o concubina, cuáles eran las aspiraciones que tenía en el ejército; el raso contestó lo mejor que pudo, Ilsur Pendragon se reía a veces, lo palmeaba en los hombros, y hablaba, hablaba, hablaba.
El soldado recordaba que ésa era una de las características del Pendragon de Weygnin, que detestaba la hidromiel, que no dormía con más mujeres que la reina. Era pues, un monarca ejemplar.
Estaría por caer el amanecer, en el oriente los primeros rayos estaban por aparecer, lo hacía suponer la forma en que el cielo clareaba en el horizonte lejano. Y, de pronto, Ilsur Pendragon calló.
El joven, que se apretaba el abrigo de oso sobre el cuerpo, no entendió a qué venía el reciente silencio. Apenas hacía un instante, el rey hablaba tanto como al principio de la conversación. Su silencio se alargaba y no sabía qué hacer. Tocar a un Pendragon era impensable y él, después de todo, un raso, no podía hacer preguntas al general supremo, sino solo dar respuestas.
El sonido de los golpeteos en la puerta de metal en lo más bajo de la atalaya, llegaron a sus oídos. Ilsur seguía parado, inmóvil, frente a la abertura que daba al norte. Los golpes llegaron una vez más, intensos; un comandante lo llamaba, no tardaría en llegar su remplazo, pero el Pendragon no se movía.
Una tercer llamada, más enérgica, lo hizo bajar de la atalaya, no sin titubear, mientras dejaba a Ilsur Pendragon, mirando estático hacia el lejano norte, con el rostro congelado y tres mudas flechas clavadas en el pecho cubierto por el abrigo de zorros.
miércoles, abril 29
Tinta.
Estaba exhausto. Había trabajado en su creación durante semanas, meses... no, ya no recordaba desde cuando. Hubiera querido buscar un espejo para poder adivinar a través de las fisuras en su piel y el cansancio de su mirada, el tiempo transcurrido en la detallada labor que acababa de concluir.
En la oscura estancia en la que había pasado tanto tiempo, unas cuantas velas haciendo equilibrios en los candelabros, alumbraban dibujando sombras bailarinas en las paredes. Pero el Alquimista no reparaba en ellas, sólo veía el producto de su labor: un libro terminado.
Todas las pociones, mezclas, elementos, fórmulas; desde el más científico procedimiento hasta el más maldito de los conjuros estaban recopilados ahí. Le había tomado media vida aprenderlos, investigarlos, confirmarlos -aunque claro, no todos, algunos eran tan peligrosos que sólo un alquimista o hechicero desesperado los habría usado-, todos ahí, dispuestos ordenadamente dependiendo de las necesidades de quien buscara los conocimientos plasmados en las páginas.
Las hojas de pergamino no durarían muchas décadas, aún con el mejor de los cuidados. Quizá alguien descubriría en el futuro una manera de preservar aquellos conocimientos por los que tanta gente había dado la ida -y muchos más la darían-.
Cerró el cierre confeccionado para el voluminoso texto y posó las manos sobre la tapa, satisfecho, orgulloso. ¡Cuánta fama le esperaba! ¡Cuántos halabarían su dedicación!
Alguien tocaba a la puerta. El seño del Alquimista se frunció. Caminó hacia la puerta, por primera vez conciente de hacerlo. Durante el tiempo previo, se movía tan mecánicamente que los que le veían pensaban en él como un loco, alguien cuya alma se ha disuelto entre el conocimiento. Nadie comprendía su verdadera vocación, el propósito de su vida: perpetuar y difundir la sabiduría acumulada durante eras. Y ahora ahí estaba, encerrada entre las páginas de un gigantesco libro.
El hombre que apareció a la puerta sonreía, parecía contento, parecía saberlo todo. Sacó del cinto la navaja y la clavó con rapidez en el estómago del avejentado científico. Los músculos de su cuerpo estaban un tanto atrofiados, sus reflejos se habían dormido a causa de las noches en vela, y su mirada estaba desgastada por la permanente oscuridad. Por eso no adivinó las intensiones de aquel resplandor plateado que atravesó el aire para clavarse en medio de su abdomen. Por eso no entendió del todo el ardor, la furia del dolor, la debilidad súbita cuando el suelo empezó a teñirse de rojo con su sangre.
Conocía al sujeto, después de todo, había sido un proveedor, un mecenas, uno de tantos, o eso creía él. Claudio, ése era su nombre, sacó la navaja del cuerpo y el Alquimista cayó de rodillas, exhausto, mortalmente cansado.
Claudio no dejó de sonreír mientras lo hacía a un lado con un empujón y se encaminaba al enorme escritorio donde se encontraba la enciclopedia del Alquimista.
No, aquello no podía acabar así. Todos los saberes del mundo en manos de un truhán que lo había engañado y que, además, lo asesinaba. Eso era cruel, tanto como podía ser el destino para cualquiera y el Alquimista se negó a aceptarlo.
Se negó a morir así, aferró sus manos contra la herida para detener la hemorragia -era uno de los conocimientos contenidos-, sintió que las vísceras estaban por brotarle pero se tragó el asco, el miedo, el dolor, y apretó más fuerte mientras fruncía el seño. Desde el frío suelo vio a Claudio acariciar el libro casi con la misma veneración que él mismo lo había hecho minutos antes.
Las páginas del volumen pasaron ante sus ojos con la rapidez con que las correría el viento si pudiera. Su memoria buscaba una página que salvara aquel texto de las garras de Claudio. Algo habría que hacerse en aquella biblioteca polvosa, con gruesas paredes de piedra que acallaban los gritos y magnificaban los murmullos, con aquellas cortinas deslucidas y aquellas velas que alumbraban anémicas.
Sí, las velas. Pequeñas llamas sostenidas a una mecha bañada en cera. Ésas serían la salvación. El Alquimista separó la mano derecha de la herida y empezó a arrastrarse hacia Claudio, que no le ponía ninguna atención. Una mesa con un candelabro estaba a unos pasos. Eso sería suficiente. El Alquimista sonrió, recordando perfectamente en sus mentes las palabras.
Posó el dedo de la mano derecha sobre el piso y trazó signos usando su propia sangre. Qué facil era escribir con ella. Mucho más que con la tinta y con un propósito que se asemejaba al que había empujado el latido de su corazón durante tanto tiempo. En efecto, entre sus dedos, aún quedaban restos de tinta, negras manchas que poblaban sus manos como si hubieran estado ahí toda la vida. Sonrió al descubrirlas mientras la sangre seguía escurriendo entre los dedos para completar el conjuro.
- Claudio -llamó el Alquimista, con un esfuerzo que le obligó a toser. El traidor mecenas se sobresaltó y miró al viejo, pero inmediatamente la sonrisa volvió a su rostro. Estuvo ahí todavía cuando el Alquimista empezó a proferir la maldición en un idioma mucho tiempo olvidado, siguió ahí instantes después cuando las velas empezaron a caer de sus candelabros una a una, se mantenía en tanto las llamas se alimentaban del papel y las cortinas, y se quedó congelada en su rostro, una cara nublada por el terror, cuando las flamas lamieron las paredes y cerraron el paso hacia la puerta.
Claudio no lo entendía, sólo seguía escuchando, dentro de su cabeza, las extrañas palabras que habían marcado su muerte. Se abalanzó contra el Alquimista, le clavó la navaja en el corazón una y otra vez, como si despedazando el músculo pudiera detener el conjuro, pero era en vano. Y su rostro aterrorizado y sonriente sirvió de alimento a las llamas cuando lo alcanzaron.
Todo dentro de la biblioteca del Alquimista se redujo a cenizas. Algunas paredes se cuartearon y parte del techo cayó encima de los cuerpos carbonizados. Nadie, ni mozos ni soldados, se atrevieron a adentrarse en aquella zona del castillo nunca más y, por eso, jamás se descubrió el libro de conjuros y ciencias que yacía, indemne, bajo las cenizas.